contema doce
Hablé una vez. Hace unos doce años, abandonada mi primera juventud. Mi dueño lo dejó todo entonces, para dedicarse a mis palabras. Yo no las recuerdo. Él parece que no recuerda otra cosa.
Concurría en el mundo con varios negocios, pero todos los abandonó, subordinados a mi espontánea expresión. Se entregaba día y noche a evocarla, al tiempo que me estimulaba para emisiones nuevas. Al principio delante de amigos o familiares, con ocasión de las fiestas y acontecimientos sociales. Luego, delante de clientes o jefes. Terminó insistiendo con logopedas o psiquiatras, en un último intento, cuando ya estaba solo. Solo y conmigo.
Ahora gestiona esos ensayos con una población de mendigos y personas, digamos, desclasificadas. Son momentos de veneración y apoyo, porque se sabe que este hombre fue un emprendedor que hizo rentable todo cuanto tocaba. Y ahora, aquí, perdido en este perro al que no consigue hacer hablar. De nuevo.
Sé que ya le ha abandonado la esperanza. Lo adivino en la cuenca inánime de sus ojos. En el arrastrar de pies, que se concentran en hallar caminos que lo rindan al cansancio, de pasos que acorten su transcurrir. A veces para e intenta de nuevo. Examina cada músculo de mi mandíbula inferior. Atina su débil oído para detectar una vocalización o un agrupamiento implosivo de consonantes. Nada.
El hombre ya no duda de su fracaso. Con lo que puede me sigue alimentando, como en sus mejores días alimentaba su sueño de tener un perro que habla. Por eso yo, a veces, cuando duerme en medio del banco más arropado del parque, me coloco a la altura de su oreja y le voy deslizando palabras, nuevas palabras. Y él ahora las cree hojas del duermevela que lo va cubriendo, como el otoño.
La locura de la ternura o la ternura de la locura… cómo definir esta historia? Conmueves y en este mundo de cinismo es un mérito. Un fuerte abrazo Félix, por lograrlo como siempre con las palabras justas, ni una más ni una menos.
Muchas gracias Ernán. La idea de esto surge precisamente de la ternura, pues mi abuelo me contaba muchas fábulas con animales…pero a mí se me debieron de cruzar los cables para que hicieran el contacto de esta «antifábula», donde el perrito no habla, más bien calla. Y como que hasta narrando es parco. Luego me atengo mucho a la observación cotidiana -de eso bien que sabes- de que hay pocas cosas más tristes que un ser humano recibiendo, día tras día, el silencio -obligado o no- de un perro. Un abrazo!
Lo releí desde otra óptica, la sugerida por tí. Estoy rodeado de personas que le tienen terror a las palabras. Prefieren el silencio del perro o del gato. Animales a los que entrenan en perder el comportamiento animal. Rara sociedad esta!
Esa lectura, Ernán, se parece mucho a la del lector Félix Molina. Pero, claro, como los contemas están hechos para tantos lectores como los que se acerquen a sus ramas, o a sus afluentes, o a sus acequias… A mí me han llegado a preguntar si el animalito no es Dios! Y casi que me han convencido! Un abrazo, y gracias por tu lectura y por tu comentario -sigo pensando que lo mejor de leer es leer dos veces y aún mejor que eso que dos (o más) lean dos (o más) veces…