SEFF 2013

fm|al con el X Festival de Cine Europeo

Holy Motors | Leos Carax, 2012

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El año pasado por estas fechas tuve la intención de comenzar este blog sólo por darme el gusto de comentar mis impresiones sobre esta película. Hoy he acabado de visionar muchas de las que formaron el elenco del X Festival de Cine Europeo de Sevilla y, aunque ya tenemos desde anteayer el honroso palmarés de esta edición, para mí ésta sigue siendo también la mejor de las que he visionado este año.

Han pasado unos cuantos meses y otras tantas –como semanas, como días…– interpretaciones de esta propuesta fílmica de Leos Carax. ¿Es un manifiesto, una burla, un reclamo, un anuncio, un panfleto, una recreación, un dislate, un canto, un ensayo, una consolación, una plegaria, un conjuro, un himno, una reverberación…?

Para mí –es una opinión personal, totalmente rebatible pero consolidada por el disfrute de varios visionados– es, simplemente, cine. Imagen en movimiento, significando, comunicando a la velocidad de la luz, acumulando, fotograma tras fotograma, un significado. ¿Cuál?

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La interpretación más directa nos sitúa en una especie de disquisición metacinematográfica sobre el poder del actor para desarrollar las máscaras que vienen a ser los distintos personajes de la película: qué puede más o menos limitar ese poder, hasta dónde la interpretación no cede ante lo íntimo, qué pasa cuando se transgrede lo personal mediante lo que se interpreta… Pessoa, el poeta portugués de los heterónimos, hubiera gozado con unos segundos siquiera de esta producción.

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Otra interpretación nos sitúa ante un manifiesto manierista –por así decirlo–, un cargamento de estilo desbordado, donde la violencia antecede a la belleza pero no la sustituye, sino que acaba como apaciguada, domeñada por ella. Es la furia del “merde”, la bestia que emerge, dinámica y atroz, de las alcantarillas, devorando flores, tarifando entre las cibertumbas, y acaba subyugada por la modelo, la bella estática y sutil, compartiendo un cigarrillo con ella.  Aquí a quienes me imagino gozando es a Rimbaud o, en la música, a Stravinsky, fabricantes de orgías sensitivas con sus rozagantes palabras o con el aleteo oriental de sus notas.

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Luego está también, engarzando casi con la anterior, la interpretación coreográfica, que hace de cada secuencia el escenario de una pieza de ballet gigantesca y desenfrenada, casi cósmica, que alterna suites de amorosa lentitud con tempi acelerados y de una belleza plástica inusitada –como el de las luces danzantes sobre fondo negro–

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o de una musicalidad exacerbada, como el entreacto del coro de acordeonistas que emerge de una oscura iglesia, proclamando una religión cuyo dios está hecho de acordes y penumbra.

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Me quedo en todo caso con el sentido, si se quiere, más superficial, a lo mejor el más narrativo, el que hubiera firmado quizá el Cortázar de La autopista del sur, y que consiste en esa trama tan deformante que, cual cuento de estirpe kubrickiana (qué grata reminiscencia de las secuencias más oníricas de Eyes wide shut), se inicia cada amanecer  a golpe de  limusina y convierte a los espectadores, a fuerza de dinamismo y cambio –en el sentido más puro del termino– en egoístas sultanes, que demandan del Denis Lavant que da vida a las mil y una máscaras de este relato fantasmagórico una Sherezade postmoderna, o mejor posthistórica, para soñar después de la Historia, después del amor, después de la derrota, después de ese final o cesación de todo que ejemplifica soberanamente, en el arte de la composición, un platillazo, una coda, un silencio de blanca…

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Se cuenta, en el instante meridianamente más lúcido de esta historia, que la belleza no está sino en el ojo del que observa. Esto es –y ahora me doy cuenta, más de un año después– lo que más me gusta de Holy Motors. Que se van desenvolviendo uno a uno sus velos de doncella soñadora y aterrada, para que después, y de repente, como niños que abrimos la mano debajo de la almohada, al fin miremos y encontremos… nada.

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