Ardalén | Miguelanxo Prado, 2012

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Titulo este comentario con una greguería propia del feliz y poético blog viva porque al final –y ya lo digo– yo también, como Fidel, el viejo que nunca –o siempre– fue del mar, he acabado viendo ballenas que ululan en los prados. Y sé que el tiempo de las ballenas, inmemorial, eterno, encuadernado en el pergamino de las biblias y los cuentos malhadados de capitanes sin rumbo, es la mejor dimensión del recuerdo. Porque cuando nos encerramos en lo que fuimos –o no– estamos tan perdidos como el Jonás que se atoraba en las costillas del gigante marino o la moneda de la recompensa que se fue a pique con Ahab.

El día –no hará ni dos semanas– que este hermoso cómic elegantemente editado por Norma Editorial cayó en mis manos, su autor, Miguelanxo Prado, recibía el Premio Nacional del Cómic 2013, a raíz de este Ardalén, pero imagino que por su ardua y bella tarea, iniciada con publicaciones de mediados y finales de los 80, entre las que yo recuerdo la kafkiana (aunque la encabezaba una cita de Borges) Trazo de tiza.

Ardalén, nombre de viento que lleva y que trae –ensoñaciones o memorias, nunca se sabe–, es un álbum para leer con pausa, acaso en ese mismo tempo en que uno se enfrenta siempre con sus recuerdos, porque su autor afronta con este cómic un tema clásico con espíritu postmoderno, intercalando el pincel de su narración –de trazos elegantes, con ocres y verdes galaicos que van tapizando nuestra lectura– con digresiones que ilustran (paradójica la acepción, en una novela gráfica) los diversos temas del volumen, desde ensayos científicos sobre la memoria hasta descripciones de la ballena –en este empeño, por cierto, no sé si rinde un homenaje al propio Melville, que, como Sterne, fueron postmodernos antes de cualquier postmodernismo.

De estas inclusiones, sin embargo, las que más me agradan son las de documentos que el propio autor se inventa y fabrica, pero que nos presenta como oficiales (una orden judicial, un billete de embarque…), en un alarde de irónico historicismo (genial retrato de una época y de un entorno el del secretario que firma un dictamen y luego encontramos entre las viñetas de un burdel).

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Incluso me gustan aún más las fotografías históricas de determinados personajes (magistral la de la jinetera o prostituta cubana, único amor capaz de recordar el anciano protagonista) que recrea Prado con su pluma de dibujante, como al compás mismo de la historia que va narrando.

Con Ardalén, Prado se une por cierto a una corriente de la novela gráfica que –como Paco Roca  con su Arrugas  o  L’Ange de la retirada (guión de Serguei Dounovetz), o la subyugante El arte de volar de Antonio Altarriba pero de modo totalmente peculiar, en trazo y concepción– transita por la exploración de la memoria, valiéndose de la patología (el alzheimer o la senilidad) para hacernos dudar –esta es la idea más postmoderna de todas– de la frontera entre lo real y lo fingido o recordado. Sin duda, lo que el postmodernismo sea en nuestra creación de hoy debe a los novelistas gráficos un importante capítulo, pues han apostado por frecuentar un territorio que sus herramientas de creador facultan al máximo –cabe pensar (y extasiarse con ello) en qué hubiera hecho el gran Joyce con su Finnegans Wake  –torrente de puro lenguaje después de todo pero con dificultad para el lector por no contar con un asidero visual– si hubiera dispuesto de la mesa y el ingenio de un novelista gráfico.

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Viéndolo todo como desde la altura de ese bello prado dibujado por el autor –mientras silban a nuestro alrededor las ballenas– piensa uno si en este afán de recreación de una memoria, siquiera errada (que no equivocada, porque el corazón nunca falla), el propio Miguelanxo, ejecutor de esta capilla sixtina de la remembranza, no ha caído en su propia trampa, pues al crearnos una vida soñada de Fidel ha acabado por crear, en nuestra retina de lectores de cómics, a Fidel mismo, el viejo marinero sin mar y sin amor, que todo y nada tuvo.

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