El viento comenzó a mecer la hierba | Emily Dickinson

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Emily tenía un nombre leve, alado, y un apellido rotundo, metódico: Dickinson. Con ellos nació en 1830 y murió en 1886 (no hagáis la cuenta: 55) y de estos años los últimos los decidió –o  fue la vida la que lo decidió por ella– vivir en su casa, en el dormitorio de una mansión de Amherst, Massachusetts.

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Cabe pensar que donde mejor se recluyó fue en sí misma, aunque la habitación y su casa queden como una anécdota literaria, en el mismo renglón de la chimenea de Praga donde ardieron –o no– los papeles de Franz Kafka o la torre donde un carpintero alojó en Tubinga a Hölderlin, en medio de su locura. Lo esencial es que todo lo que fue pasando por la lente de su conciencia se fue tornando en poesía. Tenía esa capacidad. Hizo del  trascendentalismo  una habitación más del continente poético que era ella misma y lo llevó a la luz, a los pájaros, al cielo, a la nevada de los días, lo mismo que un Gerald Manley Hopkins (1844-1889), perpetuamente extrañado y maravillado con la existencia, lo estaba haciendo en una isla al norte de Europa, ambos tan sólo separados (cabría decir, como rimando con la hipérbole que tanto amaban) por un océano que no dejaba de marear gaviotas  –por cierto, no tiene desperdicio este librito enlazado de la benéfica Material de lectura. De hecho no tiene desperdicio la entera página, dedicada por la UNAM mexicana al cuento y la poesía.

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Ese acercamiento desde la extrañeza y la belleza de la vida que, majestuoso pero doméstico, nos procura la poesía de Dickinson, nos lo confían con gusto y delicadeza a un tiempo los editores de “El viento comenzó a mecer la hierba”, que parecen ser los primeros atrapados con tanta y tan voluptuosa soledad. Este librito tiene la enorme virtud de divulgar una poesía difícil con la naturalidad con la que su autora la concibió, fruto de la contemplación –desde una ventana aparentemente gris– pero volcada plenamente hacia el mundo, proyectada en él sobre cada detalle de las cosas, de sus lentos o vertiginosos procesos, del espíritu que habita hasta en los nidos de sus sombras.

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Y lo hace además con la elegancia de la literaria traducción de Enrique Goicolea y la declarada y hermosa alegría –universal e íntima a la vez– de las ilustraciones de Kike de la Rubia, que vierte, como puede anticiparse en las muestras que han anidado acá, algo de ese existir huidizo y a la vez certero de Emily Dickinson –sigilosa llama a la poetisa el recolector y presentador de la edición, Juan Marqués. Cabe alabar además a Nórdicalibros por la presencia misma de este poemario, desde la primera página al pie de imprenta, pasando por los índices de primeros versos en español y en inglés (que tanto se echan en falta en muchas ediciones de poesía), con el regalo además de ser bilingüe, y no robarnos (nos lo entregan con su exacta puntuación, tan llena de guiones que confinan y como protegen a las palabras) algo de lo que Emily –aquí interpretada en un ficticio paseo–, por un designio incomprensible aún pero feliz,  robó a su acontecer y acabó confiándonos.

Hace algunos años, mi admiración y alguna curiosidad sobre los entresijos de su vida me depararon este cuento, que ahora yo también os confío. Es una fantasía que juega tanto con su encierro físico como con un carácter enfermizo que me dio por atribuirle –así como con la admiración que no dejaría de atraer esta mujer a quienes de algún modo se le acercaran, facultativamente o por azar. Lo he dicho antes: es una fantasía.
También le dedico, vanamente, un poemita de la colección Los malditos poetas, que se publicará más adelante en este rincón oscuro.
Por otro lado, no dejo de pensar qué hubiera sido de una Emily bloguera (su confinamiento, su contemplación, una rosa que crece cerca, un poema que madura a su alrededor, una entrada que vuela entonces por el espacio para acabar en todos los ojos o en ninguno). Quién sabe si la breve forma de su pasión poética no era una precursora de muchos de los desvelos que disfruto cada día, entre los rincones compañeros, recién colgados, como golondrinas que esperasen un verano.
Sigue aquí mi recreación de Emily:

 

Emily

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