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La esfinge, en «Narraciones extraordinarias» | Edgar Allan Poe, 1846

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Ahí está. En otro momento no hubiéramos reparado en ella, esa como sombra. Pero ahora, en este ahora que nos muerde, la melancolía nos está devorando –como al más tuberculoso Keats, que la imaginaba tiñéndolo todo de púrpura con su fruto. Y no acertamos más que a ver, en la entraña misma de la sombra, el horror.

Comienza esta inhalación del miedo, llamada en castellano  «La esfinge»  (aquí en una perfecta y bien ilustrada locución, para los muy perezosos), con un preludio boccacciano, que instala el Decamerón en las esquinas más cercanas de Nueva York, a pocos metros del cólera. Esto siempre une, al lector y a los otros, a esos personajes que están dejándose su vida vicaria más allá del papel que rozamos con el dedo. La muerte también les atañe, como a nosotros. También es una posibilidad para ellos, a pesar de que lectores que sumarían ya un siglo y pico (en el caso de los cuentos de Poe) siguen trayéndolos junto a su existir, vecino de una estufa, un gato o la tapicería gastada de un sofá; siguen rescatando para este hoy el miedo aquel y este a la muerte con alas, tan contagiosa, que principia con escenas de antiguas diversiones en torno a una mansión: el bosquejo sin más, el paseo por el  gusto del propio paseo, acaso la lectura detenida…

Pero seguimos siendo en esencia lo mismo, ellos (los personajes) y nosotros: nuestro miedo.

Yo confieso que este cuento  –que es más una digresión filosófica sobre el conocimiento y la distancia de los hechos y las cosas que un relato de terror– lo leía siempre (y lo releo ahora) agazapado en la mansión de mi propio temor. Que a lo peor no es a sombra alguna, sino a los contornos exactos que definen el límite de lo mío con lo ajeno. Qué le vamos a hacer, soy tímido. El miedo es mi morada más querida –y odiada a la vez, claro.

En fin, quien quiera hallar en esta narración de Poe, si no la conoce, una trepidación de felinos o la víspera de un más allá inminente, acaso se sentirá defraudado, incluso un poco embromado por el autor. Pero, con poco más que página y media de relato, a lo que nos acerca esta Esfinge es a esa desazón cotidiana que en Cortázar da con nosotros en un suburbano, o en una casa que acabará por arrojarnos a la calle, o entre los brazos de un insospechado suicida que confunde fatalmente las mangas de un jersey… Sí, es cierto, el miedo de ellos, de esos confusos habitantes de la celulosa, los personajes de un cuentito, ya es también, a partir de La esfinge –aquí está, a un palmo de nuestras narices– nuestro miedo.

 

descargaNota práctica: Para fortuna de los no anglolectores, no son pocas –ni malas– las traducciones de éste y otros cuentos de Poe. Tengo predilección por una (Cuentos macabros) que asocia la traducción de Cortázar con la magia dibujante de Lacombe. Pero La esfinge puede encontrarse en muchas colecciones baratas, como la vetusta y ya casi benéfica de Salvat (RTVE, 1969), que ya rozan el inquietante precio, en algunas ferias del libro viejo, de los 50 céntimos de euro. Es duro aceptarlo, pero algunos paquetes gigantes (como el monstruo que nos describe Poe) de semillas de girasol son incluso más costosos.
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