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26 de agosto | Julio Florencio Cortázar Descotte, 1914-1984

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Y sí, nació allá que hace cien años –el destino o algo similar ha querido que cuando se publicó también lo del famoso burrito prosapoético o cuando se originó (más bien originaron) una de las dos infames guerras europeas. De todos modos, nadie más proclive a la ucronía y la utopía que el famoso escritor argentino, nacido en Bruselas, Julio Cortázar. Y a la vez, ningún narrador fantástico más atenazado a la realidad, a la de su lenguaje de cola de lagartija –nervioso, siempre cortando por acá y siempre naciendo, con novedad de bebé, en los meandros de nuestra imaginación. ¿100 años ya de Julio? Quién lo diría.

Me quedo, más que con lo que nombra (que ya puede ser nuestra cotidiana manera de ponerse un jersey) con cómo lo nombra. Porque en ese cómo está el sueño y la transfiguración de toda una generación de narradores, casi de poetas, que prefirieron la salvación por el lenguaje a la condena brutal de los poderes y sus detentadores. Curioso que en la peor pléyade de la tiranía –ponedle vosotros los colores que queráis, siempre tienen el luto del que impone, sin más razón que la suya, única– acá y allá un buen número de creadores (Martín Santos, Saramago, Monterroso, García Márquez, Reinaldo Arenas) se empeñasen en levantar escalas de palabras e izar predios de libertad, por encima de todo. Y de todos.

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Y de todo lo creado, me subo en el globo de sus relatos, pequeños mundos donde nacernos, con la independencia de la fantasía, rellena con el helio de la realidad más palpable, en el caso de Cortázar. Pocos de ellos –entre tantos geniales– tan fantasmagóricos como los de Bestiario (1951), su primera entrega, con la Casa tomada –sensibilidad, magia y misterio para nombrar a lo que nos vacía, sea el miedo íntimo y propio o el general (y militar). O la Carta a una señorita en París, que ya quedó paródicamente glosada, poblando ese mismo miedo, a lo que pasa y nunca llega, de dulces conejitos. O la Circe que reverdece los mitos en una insinuación de venenos porteños. O Las puertas del cielo, que nos conducen a la ilusión como sustitutivo más elegante de la desolación y vuelve a poner un altoparlante –por obra de la ensoñación y la música, siempre avant toute chose– donde se plantó la muerte.

Después ya nunca nos desencantó: ni en Final de juego (1956), donde La noche boca arriba tatúa su compromiso con todas las realidades posibles, pasadas, presentes y futuras, haciéndonos motoristas en las guerras floridas de las selvas ancestrales; ni en Las armas secretas (1959), donde nos regala El perseguidor y a Charlie Parker, después de meterse –literal o al menos literariamente– en su cuerpo de saxofonista adicto (fundamentalmente a la búsqueda, a la persecución de lo creable) o Las babas del diablo, relato que cautivó a Antonioni. Ni en Todos los fuegos, el fuego (1966), donde tejió La autopista del sur, para humanizar al automóvil y puede que a la vida misma. Ni en Octaedro (1974). Ni en Queremos tanto a Glenda (1980). Ni en Deshoras (1982)…

Hay otros mundos, sí. Pero deben de estar casi todos en los cuentos de Julio Cortázar.

 

Como pequeño complemento a esta entrada, un cuentito de años casi infantiles, un semiguión de cómic donde reconozco inexactitudes cronológicas, algún argentinismo mal usado e incluso tildes de más, pero aquí lo calco, sin más, homenaje entre ingenuo y chirriante, por si viniera al caso…

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