Tierra de libros

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La cartilla Paláu | Antonio Paláu, editada por Anaya en los años 70, España, Europa

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En el principio de todos los libros –o al menos en mi principio personal, no sé si en el vuestro– estaba una cartilla. Un método fotosilábico, según podía leerse en la colorida portada, llena de sílabas e iconitos (entonces no eran para nosotros iconos, sin la tecnología celular). Un libro que, para que aprendiéramos a leer, señalaba a cada sílaba con un dibujo, casi con el mismo principio rimbaudiano de las correspondencias vocálicas.

Vistas una vez las sílabas se nos agolpaban en la cabeza, a lo mejor distraída la mirada entonces en la regla –con su velada y ahora anacrónica pero amenazante función– o el veloz dedo índice de la profesora, claramente desincronizado con nuestra memoria lectora; vistas otra vez, y ya sabidas (cuando el curso acaso se detenía en una lenta y como pintada primavera), lo que nos ocupaba la mente era el misterio, la especie de desazón universal que unía a una rata con un reló, y a estos con la risa exagerada de un señor y una rosa, y a todos con un ruso.  Por no hablar de ese vacío, tan conceptual, tan descarado y desasosegante –esto sí era puro Rimbaud, por no decir pleno Leopardi, supe algunas primaveras después– de la majestuosa y aleteante sílaba “vu”…

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Entretenido en estos sentipensamientos me ha dado por acordarme de una película que hemos visto hace poco, el Camino a la escuela, de Pascal Plisson. Quien se dibujara un héroe ante la todopoderosa regla o la tediosa media hora del autobús, con los ojos todavía entrecerrados de sueño, palidecerá (o, más bien: se ruborizará) ante estos diez chiquillos de cuatro ubicaciones distintas que hacen de cada recorrido a sus escuelas un desafío, tan bello para el espectador (y vergonzoso, ya digo) como duro para cada uno de ellos. Nosotros soñamos, desde que la vimos, en el futuro liderazgo de estos machadianos caminantes, todo cuyo equipaje –bueno, aparte de una gallina para trocar por algarrobas– es una sonrisa, quizá más trabajosa, pero siempre menos forzada que la del señor con corbata de la línea “r”.

 

No quisiera terminar esta entrada sin dejar acá una pregunta, casi un ruego, a propósito de una aliterativa cita de La cartilla Paláu (que vendrá dada en todas las entradas de la sección):

Mi mamá me mima.

Ahora bien: ¿amamos nosotros, proporcionalmente, a nuestra mamá?

Nota necesaria:  Las cartillas Paláu, con sus distintos grados o niveles, fueron en España el método fotosilábico de lectura de Antonio Paláu (1948-1986). Eran las compañeras ideales –eso decían los pedagogos del momento– de los sufridos y borrados Cuadernos Rubio, de los que guardo algún ejemplar que me sorprende con restillos de goma de borrar cuando lo abró y me devuelve, una y otra vez, mi condición de mal calígrafo. Hace no mucho me alegró –y a un tiempo me entristeció ligeramente, que me perdonen los Rubio– ver que un heredero pregonaba desde un yate lo floreciente de la industria del cuaderno de aprendizaje (por cierto que Paláu también citaba a un “yate” en la línea “y” griega…). Lo cierto es que la web de Cuadernos Rubio es un prodigio:

 

http://cuadernos.rubio.net/

 

Menos suerte ha corrido Paláu, que no acumula demasiadas menciones en la red; eso sí, algunas muy sentidas y bien escritas, como la de pazzos, este bloguero a quien agradezco el traerme una paginita gloriosa de La cartilla, que no pude rescatar nunca de mi cartera del colegio:

 

http://pazzos.blogspot.com.es/2007_01_01_archive.html