Mis relatos favoritos
“Las mandarinas” | Ryūnosuke Akutagawa, 1919
La iluminación, la epifanía –el satori japonés, por ceñirnos más a este cuento, o el kenshō, un estado más modesto de conciencia– puede ser algo más cotidiano de lo que se piensa. Dados una cierta sensibilidad y un estímulo exterior (las palabras casi musitadas de un sacerdote irlandés, una ventana parisina del siglo XIX, el fantasma de un promontorio, una ballena blanca, un árbol exótico y como olvidado) lo natural es que sin ser Joyce, Baudelaire, Rimbaud, Melville o Cernuda podamos componérnoslas para que una anécdota, aparentemente insignificante, desemboque en un intento de explicación de nuestra propia existencia.
Los cuentos de Chéjov, algunos de Carver y este del malhadado Ryūnosuke Akutagawa comparten esta característica de elaborar la cuidada miniatura de un momento, justamente para derrumbar, con un vuelo de mandarinas, nuestros prejuicios sobre el mundo y sus actores y devolvernos, por un instante, aquello que tuvo que ser el principio y ya parecía casi olvidado, obliterado de tanto arañazo y tanta zarandaja existencial.
Un viajero japonés –pero podría ser soriano, o del Kurdistán– recorre en tren (en esa velocidad justa de este vehículo, que acompaña mejor al pensamiento) esa distancia que lo separa, directamente, del conocimiento y el derrumbamiento personal, para darse cuenta que todo lo puro, y acaso verdadero, y acaso bello de la existencia se encuentra reducido, compactado, en el mandil de una niña, la pasajera de enfrente, antes de colorear con su gesto y el volátil de mandarinas arrojadas a otros niños pedigüeños desde el tren todo un momento, ya único, ardiente en su insignificancia.
Leyendo cuentos como Las mandarinas se interroga uno, además de por el significado de la existencia, por los límites formales de un cuento (que si el asunto, que si la dosificación de la trama, que si el final cerrado, abierto, cruzado…). Parecería más bien que, quizá como Chéjov, quizá como Carver, quizá como alguno más, Ryūnosuke Akutagawa aquí lo que nos está es confesando algo. Y que, de camino, a la misma velocidad ajustada de ese tren japonés, nosotros gozamos de ello, como un cuento.
Curiosa coincidencia, hace poco vi la notable Mandarinas y ahora tengo que comentar un libro de relatos de Akutanagawa, de quien nunca he leído nada. Tomaré este texto como una primera y grata referencia.
Curiosamente, yo reparé en la película y lo primero que me vino a la mente es el relatito de Ryūnosuke Akutagawa 🙂 No son grandes las coincidencias, salvo el color del fruto y su significado, su emoción para los protagonistas. Espero ese comentario, muchas gracias, un abrazo!