contema treinta y nueve

escribio

para Amador, compañero

 

Cuando sufrimos las acometidas de nuestros compañeros de vagabundaje sentí, por vez primera, la necesidad de dejarlo todo por escrito. Y cómo hacerlo cuando mi mano, la de un perro, se divide en cinco simulacros de almohadilla.

De modo que intenté penetrar en sus sueños, cuando la vida iba hundiendo a quien se adueñó de mí en los bancos de un parque o un paseo. Recuerdo su sonrisa, cuando despertaba, arracimado y fértil por la fábula que yo le había dictado, poco a poco, en su oído de durmiente.

Poco a poco fue reuniendo mis escritos, que pensaba suyos. Él, con el permiso que mi mirada animal le otorgaba, hizo copias que distribuía durante su actividad de mendigo. Cuanto se narraba movía a la simpatía y la exacerbación, el estilo –mi estilo– era agreste y peliagudo y cada lector se sentía movido a la propina, al pensamiento misericordioso o a ambos.

Luego las noches se repartían entre la fisiología del ronquido y el paraíso de mis susurros fabuladores. Cómo hubiera deseado no tener una garra, sino unos dedos que lo impregnaran todo, tal y como lo iba pensando.

Algún viandante debió de ser asiduo a mis escritos y pronto consiguió un tomo con ellos. Se publicaron por toda la región, por todo el país, por todo el mundo, sin el nombre de mi dueño. Ni el mío.

Y ahora, cuando me veis ladrar junto al frío escaparate de esta librería, merodeando las monedas de este hombre desastrado, siempre atribuís mis ladridos –siempre, indefectiblemente– al hambre o al sueño.

 

(c) félix molina, del texto, y Humberto, de la ilustración, sobre «La voz de su amo», 2016

 

Nota: Es el contema 9 de la segunda serie.
Anuncio publicitario