Calendario fm|al 2018

Kurt Weill, compositor | n. 2 de marzo de 1900

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Me consuela pensar que Walter Benjamin, pensador y por eso suicida (o asesinado, qué más da: víctima de lo brutal), por algún extraño giro, tan propio del cambio entre movimientos de la pieza musical, resucita de repente en Kurt Weill. Y conoce más vida. Y no queda atrapado entre las paredes de una pensión de Portbou. Y vive unos años más, pongamos que hasta el inicio mismo de los 50 del siglo pasado, en Nueva York. Y entonces muere también –el corazón, cómo no–; y entonces vuelve a resucitar en forma de la canción Youkali, un tango que no conoce país, que no conoce muerte, que ni siquiera sabe del dolor.

Los artistas, o quienes piensan, no eligen ni el lugar de su nacimiento ni las fechas (por eso el Calendario de fm|al prescinde, en lo posible, de esos accidentes). Ni la riqueza dialéctica de Benjamin (un Sócrates casi de nuestro tiempo, si nuestro tiempo sigue siendo el del odio), ni la melódica de Weill (melodista hasta el embeleso, como Shosktakóvich, sufridor en casa y en tiempo de un odio distinto pero el mismo) merecieron la arrogancia letal del autoritarismo, el préstamo o la limosna de haber tenido un nacimiento, un país, para después haber vivido, sin moneda de cambio, un exilio. Interior o exterior. En forma de mortaja o de destierro.

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Entretanto, ocurren (no podía ser de otro modo) las ideas, la música. Una Ópera de los tres centavos que pone voz a los desarrapados de Brecht (pero también podría haber sido a los traidores infelices de Terror y miseria del Tercer Reich o a los mujiks postrevolucionarios de El círculo de tiza caucasiano). La alegría salva, momentáneamente, del desastre. La melodía alberga, de momento, la esperanza.

Ocurre que la música de cabaré se pliega totalmente a la máscara deforme del sufrimiento. Que la mueca de lo trágico lo es también del descaro. Se transforma la pena en goce, o en su simulacro, que es casi lo mismo cuando la desesperanza arrea. Desahuciado de todo, perdidas la casa y la paz (ayer en la guerra, hoy en el abuso del poderoso) queda el grito ensoñador, el descanso de la taberna, aquel Bilbao que también inspiró a Bigas Luna y revoloteó incluso en algún Woody Allen (la música no conoce otro protocolo, otro recipiente, que sus alas).

Me gusta soñar que en el día ya de Nueva York en que el corazón de Weill anochece no es la muerte quien lo recoge sino la barcaza que lo conduce a Youkali, el país definitivo, el país, quizá, –seguro, sí–, de la música. Su país.

 

Nota y casi pentagrama:
En ese país en el que desembarca finalmente Kurt Weill también suena un trompetista que vuelve a desgranar (la música no conoce ropajes) la voz, aquella voz, ahora gangosa pero rotunda, de quien nada tiene. Otra resurrección de Weill.

La ilustración musical del inicio es un montaje fotográfico de Humberto, nuestro hijo, que sirvió de base para el contema veintiuno. El retrato bosquejado de Kurt Weill es de Ofelia, su madre, mi mujer. Siempre el genio, antes que la sangre, recuerda, vive, crece…
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