contema ochenta y dos

Los dejo en sus habitaciones, a los jefes. No quieren la guía completa que les hice para rellenar sus horas de cálculo de estrategias o indicadores de trayecto. Prefieren agotar el whisky casi ajeno que se muere en el fondo de sus vasos, mientras pernoctan en el bar del hotel. Prefieren una mañana de desayuno-buffet, merodeando entre lonchas imposibles y fritos nunca oídos.

Por eso, y porque no dispongo de más tiempo oficial, los dejo en sus habitaciones. A los jefes. Lo tengo todo preparado. Un callejero, porque la ciudad no la conozco, jamás la visité, salvo en esta expedición donde soy el guía (frustrado) y el intérprete (inútil, donde nadie quiere escuchar). La luz artificial de una linterna para lo oscuro, no vaya a tropezar en un resto de jardines o en lo más húmedo de un malecón. Ropa discreta y gruesa, por la hora.

Salgo como a las tres de la mañana, mientras ellos, los que apuraron sus copas, intentan dormir mirando a la rejilla y el pivote de plástico con piloto rojo que detecta incendios en sus cubículos. No me sigue ni mi sombra, pero voy transcurriendo por la ciudad, que calla a mi paso como con respeto. Alguien la explora por amor, por interés, por gusto. En la noche sin nadie, en la noche donde dimitieron todos los paseantes habituales e incluso las aves de paso.

Hago el mismo itinerario que para ellos. Para los jefes. Sin museos y sin paradas gastronómicas, de horario imposible, pero arropado por un silencio que rompe el primero que se despierta para un oficio tempranero o el último que se acuesta tras un extraño beneficio.

El puerto me recibe con la frialdad de las cuatro de la mañana. Y allí está ella, de bronce pero sobre una roca real. Pequeña y pesada como mi empeño. Contempladora olvidada y estatua que me llevo para las suelas del corazón. Ahora ya puedo ir regresando al hotel y estar listo para cuando despierten. Ellos. Los jefes.

 

© félix molina, del texto y de la fotografía, 2018
Nota: se trata del contema veintidós de la tercera serie.

 

 

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