contema ochenta y tres

Por allí pasaba medio mundo –y del otro medio nada se sabía–. La gente guardaba una cola viscosa de impacientes, adheridos cada cual al siguiente por la necesidad de leerse.

 

La espera era calmosa hasta que se aproximaba uno al dintel, adivinando ya la guarida de la lectura.

 

La cámara consistía en un metro cuadrado con forma de rombo, aplique fluorescente que llenaba la extensión entera del techo, sillón con almohada y una olla de algo más vaca que carnero. Era pequeña, peluda, suave. Tan blanda que se diría de algodón, y uno quedaba atrapado entre sus guedejas y sus torundas, que lo cercaban todo, el rostro incluido, con solo el hueco para los ojos, y en la dirección justa para enfocarlos hacia el dispositivo.

 

Uno llegaba con su alegría o con su tristeza y la dejaba anudada en un pañuelo de servidumbre, dispuesto allí para antes de leerse. Luego solo era la luz, en el espacio sideral que se medía entre la vista y la pantalla. Sucedía como en un fotomatón, pero a la inversa: el dispositivo se llenaba de las historias de los que se leían, para después depositarlas en los siguientes.

 

Porque la verdadera función, la causa de todo aquello era leerse; nadie esperaba ya que otros le leyesen. Habían desaparecido por completo las madres y los maestros, hasta las parejas bienintencionadas y un poco pedantes, y la única manera de leer era leerse. Y esta cámara.

 

Cuando despertaba, uno todavía seguía allí. Tumbado, cual un insecto nuevo, sobre la espalda dura.

 

Fuera todo eran escombros.

 

 

© félix molina, del texto y de la fotografía, 2018
Nota: se trata del contema veintitrés de la tercera serie.

 

 

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