Julian Barnes | El ruido del tiempo, Anagrama, 2016
Conste que desde niño asocié el miedo más con Bartok y su Música para cuerda, percusión y celesta (de la que Kubrick hizo banda sonora) o con Carmelo Bernaola y su sintonía para un programa de debate del que entendía poco y comprendía mucho… Pero quien supo una barbaridad del miedo y de cómo llevarlo a un pentagrama fue el compositor Dmitri Dmítrievich Shostakóvich, y eso se encarga de novelarlo en El ruido del tiempo el bueno de Julian Barnes –aunque nos lo quiera hacer pasar por no-ficción, como todas su grandes obras: leed El loro de Flaubert y podréis descubrir qué es buena literatura sobre la literatura, desde la apariencia de un ensayo–.
Curioso que compaginara en su día la lectura de este libro con la novela sobre Olivier Messiaen El don de la fiebre, de Mario Cuenca Sandoval (de la que también daremos cuenta en fm|al): formas muy distintas –y muy parejas, en su sentido final, por jugar con otro título de Barnes– de acercarse al genio musical, ya sea para elucidar las dudas de un compositor católico en plena conflagración mundial o para guiarnos por el laberinto de las de otro marxista en tiempos de la misma guerra. Sospecho que ambos, por encima de sus obsesiones, eran sobre todo músicos, dueños de un lenguaje que les lleva a expresar el canto de los pájaros o el de las masas sometidas.
Porque precisamente ahí estribaba la cuestión palpitante de Shostakóvich en su vida como creador: tiene que componer en un inquietante periodo de la Historia, un tiempo cuyo ruido es el de las poleas de los ascensores que bajan y suben a músicos condenados a muerte o a compositores momentáneamente salvados de ella, siempre con el maletín de las mínimas pertenencias, las básicas para continuar otro día, antes de ese final que nunca llega.
Dmitri Dmítrievich fue precisamente de esos que siempre se salvaron. Y eso que tiembla en las manos y en los pies, tan cercenante como el hielo, fue dejando mácula en su música, que nunca gustó a un Stalin que –como buen dictador— parecía saber de todo. Su característico fraseo inaudible, de un compositor tan cercano al valor del silencio, parecía exasperar a un régimen que quería folclore y épica. Shostakóvich es (como lo fue Mahler, tan presente en las sinfonías del soviético) un compositor de eso: cimas de masas aturdidas por el horror, en eterna fuga, y simas lacustres donde a veces una sola melodía fugada da cuenta del mismo horror, desde la faceta del que sigue su vida… pero temiendo perderla en cada segundo.
En una estructura muy esquemática y posmoderna, Barnes resume en tres transportes la vida inquieta –inquietada, valdría más decir— del autor de la Sinfonía Leningrado: En el tren (el de sus viajes de juventud), En el avión (uno que lo llevó a su único viaje fuera de la Rusia Soviética) y En el coche (el utilitario de propina que acaso le da el Poder por tanto aguante, al final de sus días). En ese trayecto, que va desde el joven siempre seguro de su música al ya anciano obsesionado con acompasar todos los relojes de su casa (incluso los de otros de casas que no eran la suya), Barnes es implacable y desliza la frase –puesta en la cabeza del músico– que define no solo un tiempo y su ruido, sino todo el susurro de la historia que nos narra: «la línea de la cobardía era la única que avanzaba recta y segura en su vida». Como melómano y egoísta, casos que van juntos muchas veces, si a ese temer sin mengua le debemos piezas como sus sinfonías y sus cuartetos damos por bienvenido el miedo. Pero jamás la injusticia con quien tuvo que pasarlo si quería, cada mañana, poner una nota más en el pentagrama.
Nota libre:
Shostakóvich, aparte de su producción sinfónica y cuartetística es el autor de piezas más dulces, como los famosos valses de su Jazz Suite, de uno de los cuales dio también cuenta Kubrick en su película final:
El propio Dmitri fue un compositor de bandas sonoras, como está bien estudiado en esta entrada, altamente recomendable:
Las treinta y cuatro bandas sonoras de Dmitri Shostakovich
Felicio, la música de Shostakóvich me toca muy adentro. Te leo con el corazón encogido. No me gusta hablar de la política de aquél que fue mi país hace tiempo, pero tendré que leer a Julian Barnes. Stalin fue el maestro, con Maquiavelo, de la dictadura de turno en mi islita. Adivino en él esa dicotomía de tener componer para subsistir lejos del Gulag o crear lo que le gustaba crear. Gracias, por permitirnos el lujo de leerte.
Qué músico, Ernán. Y qué alegría el encontrarme aquí tu comentario. No dejo de traducir, y esto me quita tiempo para, entre otras cosas, responder comentarios como los tuyos, que son siempre un lujo. Barnes fue de los hallazgos más felices de la universidad. Y sí: lamentable el que las dictaduras puedan decidir tanto en la vida (y ¡horror!: en la muerte) de la gente. Un abrazo.
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Luis Pablo, muchas gracias por rebloguearlo.
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