Historias de Giuseppito | Alias Lilo, 2015

La infancia es un país de donde nunca nos han echado. Expide pasaportes sin fecha de expiración. O, directamente, no los expide, porque no son necesarios. Es un estado sin vigilantes, sin carceleros, sin jueces siquiera. No es un estado. La infancia se puede consumir, gratis y en pequeñas dosis gigantescas, cuando el cuello se alza —con la cabeza que lo suele acompañar— y busca entre las nubes formas con las que tejer una historia.
Son estas que siguen historias que simulan nubes de infancia. Aunque también podrían simular ranas saltarinas, cajas de lápices que sueñan sus colores, ramos de llaves luminosas que abren lo que nunca se debió haber cerrado, y muñecos de un guiñol. Sobre todo, muñecos de un guiñol.
Algunos dramaturgos, desoxigenados por una gola que les apretaba demasiado el cuello, nos quisieron decir que la vida es un teatro, cuando no un sueño. El autor de estos saltos de rana, de estos esquejes siempre florecientes de infancia, de estas nubes samaritanas de infancia, de esta lluvia de inocencia, nos quiere decir que, a lo mejor, la vida es un guiñol.
Quebremos las paredes rancias del teatro, su cornucopia de complicación y desengaño, el telón grueso de la mentira. Crucémonos, casi sin verlos, con los actores y su seriedad, que es la tristeza de los adultos. Doblemos, por una vez alegremente, las rodillas y —en el rincón más ceniciento de la tramoya— decidámonos por seguir las figuraciones de la niña o el niño que jugaba escondido con sus títeres, indiferente al drama o a la tragedia, nunca cómplice de la sorna más malévola de la comedia.
Observemos, con ojos como platos de una tarta casi rimbaudiana (aquel Soneto a las Vocales que nos pintarrajeó el oído con misteriosas correspondencias) la sinfonía de colores de Lapicoloretes coloretes. Sin temor a empacharnos. Sin miedo al marrón de la mi… seria.
Cabalguemos, una vez domeñado su ímpetu (pero nunca derrotada su pureza azul) con Giuseppito y el rabo de nube, compañeros de andanzas sin lugar y sin tiempo —no dejemos pasar, por cierto, la ocasión de llenarnos las manos de canicas, indispensables para percibir las Campanadas de chocolate.
Si un resto desaprensivo de madurez mal digerido nos ensucia de adultez, pasemos por el jabón multicolor de Transpalimpiluciente, y seamos los albañiles de una puerta sin puerta, poseedores de las dulcemente afrancesadas llaves sin llaves de Llaves=Clefs. Con ellas es posible conquistar el reino Sin reino, sin rey, sin gente, y hasta alcanzar alguna mariposota prometida de MARiposas.
Que el mundo, aunque extraño y rabioso (como las hermosas pesadillas de Roberto Arlt), sigue siendo un juguete, sólo no lo sienten los que voluntariamente se destierran —y de paso destierran obligatoriamente a los demás— del reino de la infancia; para el resto nos queda —como para silbarla en los peores momentos— una balada de Soldaditos de plomo, un Peluche relleno con la gomaespuma del sueño.
O disolvernos, momentáneos, en la paleta de Mariela, la pintora, ahogando con colores los cimientos del Muro negro, hasta llegar a un París medieval, nevado de títeres como el de Adriana, tal vez para terminar compartiendo la suerte —buena o mala, que la escudriñen sus lectores o sus espectadores— del repertorio final, Una de guiñoles donde se derraman —como rabos de nube, como saltos de rana, como filas de colores, como ramos de llaves— las figurillas animadas por el niño que quizá sigamos siendo, ahora que ya hemos leído estas Historias, ahora que ya hemos descubierto, fascinados y saltarines, que la infancia es —sí— un país, —quizá— un reino, —mejor— el paraíso de donde nunca pudieron echarnos.
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© Deculturas, 2015
Esto lo publiqué como prólogo al libro ‘Historias de Giuseppito’, una verdadera joya (si las joyas tuviesen este valor) de la Literatura Infantil y No Infantil. Hoy se coloca aquí (y mucho ha tardado) como reseña y homenaje. Si queréis husmear (con nariz limpia y mascarilla) algo más de Alias Lilo, entrad por esta puertecita: Un hombre pasa con un pan al hombro