La vieja europa | Otra vez la obsesión

Suena la sirena que está enclaustrada en la bóveda de Saint Martin, mientras miro en un instante casi eterno la calle vacía con parches de gente con miedo, y es esta vez la señora Benson, la que todos miran en el refugio, quien golpea con nudillos tímidos la puerta de mi piso ático. Llega, como siempre, la decisión. Claro, es difícil llevarse una colección de cincuenta y dos tomos de octavo y quince de cuarto menor consigo en una emergencia. Para estos casos tengo un ejemplar en sus delicados tonos verdosos del sello del Congreso de la Unión Postal, valor nominal de una libra, 1929. Lo guardo en un portarretratos donde antes estaba Margaret, y mucho antes Linda, siempre a mano, junto a la rebeca gris y una caja con maíz seco. Bajamos cuando las bombas ya están explotando a unos diez kilómetros.

El refugio es el cuarto-sótano de utillaje comunitario excavado un par de metros y reforzado con sacos terreros. Apenas cabemos la media docena de habitantes del edificio. Veo por el ventanuco casi imposible la sombra de los Heinkel, ya proyectada sobre el edificio contiguo. Rezo, aunque no creo. Pronto los gemelos Thompson, con su miedo infantil y nervioso, revelan ubicación, proyectil e intensidad.  Esquina con Saint Martin y Trafalgar, 50 kilos, un muro demolido, grita un gemelo; ni un muro, remata el otro. Reparo en los ojos de la señora Benson, que cada vez tienen una tonalidad más parecida al sello que estampo junto a mi pecho, en el viejo portarretratos.  El señor Locke no quiere ver nada, su mirada permanece fija en la arena desperdigada por el suelo, como si ahí radicase una singular molécula que le llevase al infinito sin miedo y sin dolor. Su señora, Rose, lo sujeta por el codo, por si el viaje molecular tuviese ocasión en cualquier momento. Están ellos y sus ausentes: los padres movilizados de los gemelos, desde hace un tiempo a cargo de los Locke. El hijo imposible de los Locke. El marido impreciso de la señora Benson. Mi Margaret. O mi Linda.  O mis sesenta y siete álbumes arriba, lidiando una batalla silenciosa de aleteos (la escuadrilla) y silencios (los sellos).

Atardecer en el ático. La señora Benson, llámeme Gilda, por favor, avanza sobre una de las dos habitaciones, junto al aseo, del piso ático, perdone mi curiosidad, pero hoy que la cosa estaba tranquila me preguntaba por sus sellos. Están dispuestos en sus encuadernaciones de cubiertas cobalto y una etiqueta central blanca con la cifra de cada álbum, lindantes casi con el hornillo y una mesa para comer y para ordenarlos, la habitación no da para más. La otra tiene una cama y un vestidor. ¿Me ha costado mucho trabajo reunirlos? Trabajo no es la palabra. ¿Dedicación? Quizá. ¿Son muy valiosos? No lo sé, tendría que consultarlo en algún caso, pero para mí sí. ¿Cúal es el que más me gusta? El que le enseño en el portarretratos, mientras miro a sus ojos –misma tonalidad, está claro– y me enrojezco. ¿Fumo? Callo, saca una pitillera que tiene que ser de un hombre, iniciales A. B., acepto su cigarrillo mientras oculto una mano temblorosa, acerco una botella de oporto añejado por el olvido y dos copitas. Vemos por el horizonte minúsculo que deja ver el ventanal junto al aseo un Spitfire, volando muy bajo. De retirada. No transcurre ni un minuto de trago y miradas perdidas y encontradas junto a las estampillas (grises, azules, rojizos, sienas, escarlatas, pero pocos verdosos como esos ojos y como el sello del portarretratos, que ya sujeto en la mano para disimular el temblor), se sucede un silencio que deja oír el último pájaro de la tarde y luego las sirenas. Salimos juntos del piso ático al refugio, cogidos de las manos que no tiemblan, atropellándolo todo.

Noche bien entrada de otro día, de otro mes. Los gemelos se entretienen –no diría que lo comen– con el maíz seco de mis cajas de cartón casi vacías, testigos de nuestras angustias en el habitáculo. Locke y su mujer ya están en posición: mirando al suelo y sujetos codo con codo. Gilda no está. Al entrar interrumpo una conversación del matrimonio, con piezas sueltas sobre el marido impreciso (vigilancia, no más remedio, estúpido). Yo no he podido subir al ático, vengo de la calle con resmas de cartulina que serán, una vez cortadas, las páginas de otro álbum. Me concentro en el ventanuco, que alguien ha ahumado como una medida más de protección, bajo la doble protesta de los gemelos. Se oye una detonación, precisa hasta el espanto. Y la evaluación: ¡peso medio, cien kilos, en una de nuestras esquinas, hay que despedirse del panadero y de la tornillería! Como escapada de la molécula imaginaria de su marido, la voz de la señora Locke emerge en esa porción de selva de deflagraciones y silencios momentáneamente salvada del desastre:

–¿Y la señora Benson? ¿No estaba con usted?

La precariedad, la inminencia de la nada, el fin de todas las moléculas mientras en el aire suena la vecindad de otra pasada de los Heinkel y el morro como asustado de los Spitfire, siempre de vuelta: todo eso hace posible preguntas tan directas, como bocados a lo oscuro y a lo incierto.

–No, no la he visto hoy.

Todos miramos hacia arriba, incluso el señor Locke, como queriendo atravesar con la mirada la indefensa trampilla para volcarnos –moléculas ya libres pero vivas– en nuestras otra vez abandonadas viviendas. Y abandonadas suena como un martillo en cada cabeza. ¿Abandonadas? ¿Todas? No hay tregua para pensar, para imaginar, para sospechar:  como si emanase de nuestros terrores, suena un estruendo que es también un fogonazo esta vez, haciendo de las rendijas de la trampilla cuatro bengalas. Siento que la tierra bajo nuestros cuerpos pregunta con el hilillo de voz del señor Locke si todos estamos bien. Tarda el dictamen de los gemelos, pero llega, envuelto en una especie de inaudita carcajada: ¡¡¡200 kilos, una Satán, aquí, al lado de nuestro bloque!!! Hay un silencio que dura unos cuantos años, hasta que suena la otra sirena. Todos miramos nuestros pies enterrados. Los Locke son los primeros en salir, abandonando su sutura ósea del codo. Los gemelos ya están fuera con el pensamiento desde hace unos minutos, pero ahora quieren reconocer el terreno, lo que queda de la calle. Soy el último en salir, con el mismo espíritu de una colilla. Subo las escaleras, acompañado por la quejumbre del pasamanos.

Al entrar en el piso ático todo huele a quemado. El cobalto de las pastas, ennegrecido, resiste  entre los trozos de plumón de almohada, los muelles de colchón, el confeti de los cristales entre las llamitas… No acierto a identificar sello alguno. Solo queda, suspenso en el tiempo y en el espacio, el portarretratos, junto con una barrita de lacre y unas bujías. Y dentro la foto de Gilda, que acoge una nota suya, escrita sobre el crema milagrosamente amarillo de uno de los recortes de mis páginas de álbum: Me voy a Bristol con mi madre. Serán solo unos días. xxxxxx. Abro entonces la pitillera de A. B. y, de bruces contra el agujero que ahora me muestra todo Saint Martin, la colegiata incluso, las calles adyacentes, respiro y fumo, muy lentamente, como si lo que me metiera en los pulmones fuera el aire de la ciudad en calma.

© félix molina, Casi la paz. ‘La vieja europa’, 2022