Calendario fm|al 2014
23 de marzo | José Victoriano González – Pérez («Juan Gris»), 1887 -1927 (abajo en un retrato de Modigliani)
Jamás gris, porque el pintor Juan, eternamente presentado como epígono del cubismo, fue más que nada un estilista de este movimiento. Cuando las tendencias principian doctrinarias, se hacen dogma, ángulo, torsión. Pero Juan Gris ya respiró el cubismo como el aire de los cedros o la brisa aleteando entre la retama, con sencillez, con naturalidad; por tanto no tuvo necesidad de acuchillar ángulos, sesgar volúmenes o tirarse con ellos por la ventana. Él, simplemente, pintó (como escribió meramente la miniatura de Baudelaire que el félix molina joven hizo y el félix molina de ahora colocó en la entrada anterior). Y nosotros que lo agradecemos, porque para entonces ya abandonamos la política prismática del arte (la ideología estética, necesaria para romper con lo anterior, pero cansina cuando ya es –una y otra vez– puro roto, como a muñeco que se le dio cuerda) y nos dedicamos a gozar de los trozos de guitarras, de uvas, de periódicos en francés, de botellas de anís, de cantantes resueltas en rojo que cierran los ojos para entonar el canto silente de los cuadros.
Hay en Juan Gris esa delicia del arte cuando es feliz consigo mismo –sí, esa que se respira por ejemplo en un poema de Guillén:
Dije: Todo ya pleno.
Un álamo vibró.
Las hojas plateadas
Sonaron con amor.
Los verdes eran grises,
El amor era sol.
Entonces, mediodía,
Un pájaro sumió
Su cantar en el viento
Con tal adoración
Que se sintió cantada
Bajo el viento la flor
Crecida entre las mieses,
Más altas. Era yo,
Centro en aquel instante
De tanto alrededor,
Quien lo veía todo
Completo para un dios.
Dije: Todo, completo.
¡Las doce en el reloj!
Ya sé que dura poco la forma de este continente (o la paz de este contenido que el artista modela), porque el arte es y debe ser puro movimiento, pero al hacerse notar así, frente a nuestras retinas, sentimos, por qué no, ese disfrute de la siesta, del cielo límpido y el agua fluyente, de la luz tejiendo, por una vez, una como telita invisible entre nosotros y el mundo.
Juan Gris y muchos de sus discípulos, pues supo tenerlos como todo lo tuvo en la vida, discretamente –en el mejor sentido de discreto, tan brillante como su gris apellido artístico– nos hicieron sentir precisamente eso: que el arte, después de la batalla, puede ser y saberse bello, único y unánime, completo, aunque sea por ese instante que se prolonga sólo durante la agitación del ala o el párpado, de la usura del latido o la saliva sintiéndose vida, una y otra vez, para morir (y a la vez nacer) en otra cosa, en otro ser, ya nuevo.