contema cuarenta y dos
Todo el frío del mundo se ha entrado en este abrigo. Lo compré en una tienda de segunda mano. Solo en apariencia era cálido, de mangas que regalaban seda al tacto y corazón de lana gruesa. Su mera presencia –ya digo– era de un calor casi sobrehumano, el perfecto resguardo para la atrocidad del invierno.
Un día, el primero de frío abotargante, recurrí a él, pensando en su calidez como una caricia, casi consoladora de todo. Con el recorrí la ciudad entera y entonces el cansancio y la preocupación me distrajeron de mis sensaciones, como siempre nos ocurre. Y fue en casa, envuelto aún en su espesura protectora, cuando sentí el mayor frío posible. La más grande y oscura gelidez de mi existencia, vertida sobre mí, en ropa de paño fuerte para percha y puesta, en este ingrato abrigo de hielo y carámbano.
Cuando me desprendí de él, dejándolo de una vez sobre el primer mueble que salía a mi paso, el frío –su frío– cesó por completo. Otra vez me lo puse, y volvió a mí la glaciación de su pelusa. Solo se me ocurrió pasear de nuevo, distraerme en la sonda ciudadana, entre la turba del carburante y la prisa. Pero se mantuvo la helada, como un pájaro torvo que se hubiera aposentado entre mi piel y el mundo.
Como pude me repuse de la quemazón gélida, que me iba azotando por las esquinas, y en una de ellas, vuelto contra la acera, lo deposité, cadáver de mi desazón congelada, casi sin advertir que otro ser humano lo empezaba a vestir a mis espaldas.
Y fue su mano, que imaginaba ya invadida por el escozor de la temperatura, la que tocaba en mi espalda.
Le hacía un gran favor.
Me dio las gracias.