Cartas desde América, 7 | W. C. Williams

La séptima troquelación de estas Cartas es también un cuentito de fantasmas. O de anulación del tiempo. Por cierto que este verano se llenará con troquelaciones, alguna de ellas bastante curiosa… Espero que las disfrutéis.
Es una a la que no ha iluminado la belleza, pero cuyas vidrieras esconden lo suficientemente la luz del día como para ocultarse, para no ser nada ni nadie durante unos minutos. William Carlos entra ahí, con la lentitud de su parálisis, como en otra casa suya. Se arrodilla –no tiene por qué hacerlo, pero lo hace con gusto– delante de un vitral donde se retrata el Juicio Final, aunque cualquiera diría que es un Génesis, con los colores ardientes de un ópalo. No se sabe si reza a un Dios o a los rayos que se descomponen en todas las llamas de ese vidrio, pero, así, arrodillado, es cómo encuentra la mirada del otro viejo.
A él siempre le ha llamado la atención porque parece de su edad, aunque lo sospecha mucho más joven. Es el silencio, tanta concentración, lo que suma esos años a su apariencia, arrugada como si fueran las ramas que se resistieran a brotar –y quizás a morir– en su tronco. Hablan como en una lengua franca, que tiene la nasalidad del inglés norteamericano y la aspereza del holandés.
–¿Ha llegado la hora?
–No. Aún no. Ha sido solo un infarto más…
Solo él, William Carlos, sabe que es Brueghel, el Viejo –aunque no, no debe serlo tanto, todo ha de ser obra de la quietud y de la sombra–. Han hablado de la curación de los quesos, del vino, de las granjeras, de los tiempos de paz, de los prados y la nieve, de los animales y la fruta. Son tantos años ya que no sabe, no quiere saber de qué no han hablado. Una muchacha envuelta en un abrigo largo pasa con el cepillo, recogiendo monedas. Sonríen y callan.
–¿Y cómo vas a llamarlo? ¿Algún nombre? ¿Qué se te ocurre?
–Cuadros de Brueghel. A esta edad la imaginación se resiste a grandes prodigios. ¿Qué te parece?
El otro viejo no abandona la sonrisa. Aun resuenan en su oído flamenco las últimas sílabas de lo que le recitara en su último encuentro: there was / a splash quite unnoticed / this was / Icarus drowning…
–Te he traído algo– le dice, mientras hace pasar un papel roñoso, casi un pliego, bajo la madera astillada del reclinatorio.
El otro, a pesar de la graduación de sus lentes –que ya no cumple su función correctora– alcanza a ver dibujado un gentío, caballos, algo que esboza la nieve. Reconoce perfectamente el cuadro, su totalidad y sus colores. Pero ahí es solo una tinaja de bellos garabatos.
–Aquí estás tú– le dice, con una uña concretando el rostro que quiere ser el de William Carlos.
Ríen una última vez antes de que, como siempre, ese olor a ceniza agrio y penetrante los despida.
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Y sobre Brueghel, el Viejo (pero no tanto), aquí: