Cartas desde América, 16 | Mark Twain

… en que los vapores dejaron de navegar por el Misisipi
Había un joven, Samuel, que conocía el río como si fuese la lámina que envuelve una chocolatina. Langhorne, exacto, él mismo. Se desenvolvía por las mañanas en el vapor, remontando el río, que era su casa. Y por las noches gastaba todo el queroseno, envuelto en mapas y en legajos, mientras la bujía de la lámpara de su pequeño camarote era la única estrella visible a lo largo de una milla del Misisipi. Era de poco hablar, salvo cuando el tema versaba sobre la navegación. Y los vapores.
Le apasionaban. Recordaba el nombre de cada piloto que nos cruzábamos. Y si fuera de cada piloto… Se sabía los grumetes y contramaestres, los maquinistas o los mozos de escala. Cualquiera que llevara una gorra y la enseñase por la borda, mientras las dos esloras se desplazaban una frente a la otra, refulgentes por los primeros rayos del sol o la última luz de la tarde.
Apenas sabía nadar y ya había salvado a dos pasajeros. Un tahúr borracho que dejaba tras de sí –mientras hacía por no ahogarse– una estela de cartas marcadas, que brillaban como un collar de perlas en el agua verdinosa. Y una señorita que se desvaneció cuando presenciaba el atardecer por la borda, y a la que no tuvo sofoco de desvestir en cubierta, recién salvada de la corriente turgente del río.
Llevaba viéndolo triste muchos días, semanas enteras, acaso desde la noche misma en que, entre las llamas del Pennsylvania, vio a su hermano flotar como un madero más, a la deriva. Pero nunca como en la mañana aciaga en que las tropas se agolpaban en el embarcadero, con sus uniformes aceitosos como la resina, espantando las moscas del aburrimiento.
–Soldados– le susurré poniéndome a su altura esa misma mañana, junto a la escotilla de tripulación–. Llevan ahí toda la mañana.
Pero su mirada llevaba la dirección del río que se perdía corriente abajo, entre meandros, macizos de arbustos sin flores y tocones con amarras gusanientas. Y él era el único, de entre todos nosotros, que se fijó en el cauce vacío. Sin vapores. Sin barcazas siquiera. Sin ahogados a los que salvar.
–Han cortado el Misisipi. Han cortado el río. Ya no volveremos a navegar–, me susurró también, mientras sus ojos brillantes, dispuestos a fluir, reflejaban el lomo de la corriente.
*** *** ***
Pasado el tiempo, ya no volví a verlo. Salvo en aquel escaparate, con cabellera de doctor o de mendigo, oculto por el orillo de un libro donde podía leerse: Mark Twain. Las aventuras de Huckleberry Finn. Y aquellos ojos, los mismos, aquellos que estuvieron a punto de llorar por un río donde los vapores ya no navegaban.
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