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2 de febrero | James Augustine Aloysius Joyce, 1882-1941
No se trata, como en aquel vano y bello intento de la incendiaria novela de Bradbury (y la maravillosa película de Truffaut), de que cada cual comisione un libro de su gusto y lo ilumine con la destreza de su vida. El título resume más bien el resultado de una vida parece que orientada a Ulysses (1922), la novela más total (lo más parecido a una ópera que pueda leerse) con la que James Joyce –un irlandés del mundo– encaminó sus días. Ya en sus primeros libros aparecen nubecillas, esbozos en forma de personajes, auténticas creaciones, casi epifanías, que irán proyectando su sombra sobre lo después escrito, para su compilación final en la novela citada.
Los cuentos de Dublineses son –bajo la máscara de una narrativa tradicional– episodios en los que el narrador deja al descubierto (como si aplicara un foco o una luz cenital) un capítulo incierto, a veces cruelmente inesperado de las almas que retrata: La casa de huéspedes donde se teje el destino de un matrimonio de conveniencia (posible “germen” por cierto de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, sospechado y magistral joyceano); el descubrimiento en la esquela de un periódico de lo que pudo ser el amor, en Un triste caso; o la revelación conyugal, tardía y nocturna, después de una fiesta convencional, de lo que sí fue un verdadero pero ya difunto amor, en Los muertos (aquí en el epílogo genialmente vertido al cine por John Huston).
Su Retrato de un artista adolescente (usual traducción en español del original de esta novela: A Portrait of the Artist as a Young Man; yo lo traduciría más bien de una manera más pictórica: Autorretrato juvenil) es un adelanto –un matiz de su esbozo anterior, Stephen el héroe– de un personaje crucial en Ulysses, aunque esta Bildungsroman (o novela de aprendizaje, en un entorno académico) es el mejor dossier que cualquier miembro de la Sociedad de Jesús podría acompañar para testimoniar el paso de esta organización por el mundo –bien: algo de los ejercicios espirituales ignacianos o algún que otro párrafo de Unamuno también ayudaría. Hasta en sus melodiosos, románticos y cuasi isabelinos poemas de Chamber Music, Pomes Penyeach o en regalitos (de un regalo de blog) como este breve poema que celebra un nacimiento, nos llegamos a suponer en la mente de Stephen, el eterno aprendiz de poeta y uno de los personajes centrales de la gran novela por venir, mientras su cerebro lleno de guijarros poéticos vierte estas efusiones líricas.
Después de las usuales y retorcidas vueltas de la vida (que ha reflejado prodigiosamente Alfonso Zapico en un cómic que dará que hablar más adelante en fm|al y una de cuyas viñetas ilustra arriba) y madurado el arte de Joyce con todo lo anterior, le llega al fin el turno a Ulysses.
Lo mejor para un lector de esta novela (como uno de El Quijote, o de Moby Dick o de Rayuela, o de La vida: instrucciones de uso) es jugar con ella –el apellido Joyce contiene de hecho algo de este gozo. Así lo comprendimos, Michi, un compañero de secundaria de mis 15 años, y yo, que nos entreteníamos buscando pasajes “curiosos” de la novela, paradójicamente auspiciados por el sector más retrógrado y censor de la crítica estadounidense (¿cuál es la película en la que castigan a un soldado por leer Ulysses en su jergón?). El tiempo y lúdicos y prestigiosos lectores como estos parecen habernos dado la razón –sin que nosotros, entretenidos con nuestro juguete, la pidiésemos alguna vez.
Lo cierto es que Joyce –con el andamio de hermenéutica que estudiosos y no tan estudiosos montaron en torno a su obra– nos puso delante de la cara la hermosa conclusión de que la existencia es precisamente mucho más de lo que desfila por delante de nuestras narices. Un aspirante a poeta (¡con trabajo forzado de profesor ya en los inicios del siglo XX!), una suerte de comercial con ansias de devorarse un riñón cada mañana, una perezosa cantante y las sombras proyectadas de los anteriores trabajos joyceanos, pululando acá y allá por las calles / párrafos de ese libro (que es también la ciudad de Dublín en la exacta fecha del 16 de junio de 1904) toman su entera dimensión al conjugarse con la historia de Israel y de Irlanda, la obra de Homero, el enigma shakesperiano, la metempsicosis, la filiación padre e hijo (en todos sus términos, incluidos los religiosos) y al menos una buena docena de leitmotiv más que, Joyce, como buen amante de la ópera –entre otras predilecciones– supo engarzar hasta casi perder la vista (curiosamente, mi hipocondría y la ignorancia que ella lleva pareja, junto con la inocencia de mis pocos años, me hizo pensar que yo –con mi principiada miopía– llegaría a perder también la mía en su lectura, cual especie de castigo bíblico, algo muy joyceano por otra parte…).
Cierto que mucho de ese juego deriva de ese concepto de abarcarlo todo mediante una obra de arte, lo cual, como Umberto Eco aclara en una divulgadora obra del semiólogo sobre la escritura de Joyce (Las poéticas de Joyce), le lleva a discernir entre dos dominios “aquel en el que se desarrolla una comunicación sobre los hechos del hombre y sus relaciones concretas… y aquel en el que el arte desarrollará, en el nivel de sus estructuras técnicas, un discurso de tipo absolutamente formal”. Y ello a pesar de que el capítulo con forma de catecismo de preguntas y respuestas (donde se encuentran y aunan los dos vagabundos masculinos de la obra, Stephen y Leopold, el «hijo» y el «padre») y el precioso monologo interior de la gibraltareña Molly Bloom se cuentan entre las piezas más emotivas de la literatura –por cierto, para el que encuentre «difícil» penetrar en la estética joyceana esta película sesentera de modesto presupuesto, dirigida por Joseph Strick, aunque algo fría, es más que recomendable.
Joyce continuará jugando –en el mejor y más divertido sentido del verbo– con la obra que iba construyendo (Work in progress la llamó en sus primeras copias mecanografiadas) a partir del Ulysses: Finnegans Wake (Duermevela de Finnegan diríamos si quisiéramos traducir este título), pura palabra y pura forma, con la cómica excusa esta vez de una revisión de la teoría de los ciclos históricos de Vico. Tanto que su redacción fijada se parece, por encima de cualquier andamio, más al dulce cosquilleo palabrero de las estrellas más relucientes de la lengua inglesa (y a otras lenguas anejas que Joyce se encontró en su existir) que a lo que el mundo y su circunstancia –esa que en un perro nos quiere hacer ver sólo un perro– ha dado en llamar novela.