Nueve cartas | Y cada una un misterio…

Continuamos con esta extraña correspondencia, sin más objeto que el entretenimiento. ¿Cabe algo más puro? Después de los regios funerales de la madre del Imperio, a cargo del admirado Domingo Alberto Martínez (Piccadilly Circus – La hoguera de los libros (wordpress.com), el siguiente destinatario es el novelista Enrique de la Cruz. Que disfruten la carta que le dirijo (o al menos que no sufran).

Estimado Enrique: como somos vecinos y las cartas ya no tienen ni un buzón que las fiscalice, como se están convirtiendo en el modo más secreto y más oculto de comunicación, aprovecho esta para confiarle que le vigilan.
Es un tipo como salido de la nada, pero que se parece a Maigret. ¿Usted conoce a Maigret, el de las novelas de Simenon? Discreto, constante, eficaz. Esta mañana lo he visto entretenido en la inspección ocular de su puerta y su felpudo. ¿Qué buscaría? Me he detenido un rato en la mirilla, por puro interés de vecino –no piense que quiero espiarle–, y no hallo explicación para tanto examen. Por la tarde lo he visto merodeando el vecindario. ¿No lo ha visto mientras entraba en la librería que usted frecuenta, hojeando tras de usted un librito de Perec?
En la noche le sigue. Detiene su Citroën Tiburón con faros antiniebla justo en el ángulo de la calzada donde tiene mejor perspectiva de su ventana. Y allí se lleva toda la noche, con otro agente que le pasa bocadillos y cerveza, otro que tiene que saberlo todo de usted, porque lo veo agazapado junto al hombre que se parece a Maigret. Volcado sobre su oreja. Informando.
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Yo le agradezco que me dejara reservado un ejemplar de Una última apuesta en la librería. Por cierto, ¿cómo sabe usted que yo también la frecuento? Ahora, a mi admiración por su escritura, le añado mi total devoción: ¡de qué manera ha pulsado en la nota que dejó con el libro lo más recóndito de mi persona! Cosas mías que ni yo mismo recordaba de mí. Sabe de mis idas y mis venidas. De mis gustos. Es un honor, querido amigo, aunque me agobia tal discernimiento suyo. ¡Si apenas hemos cruzado unas palabras en el vestíbulo comunitario! No comprendo tanto interés en lo que a mí concierne. Ya digo: se lo agradezco vivamente, aunque temo no corresponderle sino con estas simples palabras…
Sigo con mi carta. Ya ayer no vi ni al hombre-que-se-parece-a-Maigret ni a su compañero. Ja, ja, ja. Ha conseguido despistarlos, amigo. Tiene esa habilidad para que nadie sepa de usted y de lo suyo. Le confieso –no sospeche intención malsana alguna– que llevo desde nuestro último encuentro en el portal intentando ver dónde para, dónde se esconde. Ja, ja, ja. Nada, no tema, solo quiero invitarle a un café y darle las gracias por la novela. Es de un género que me resulta grato, aunque reconozco que algunos personajes asustan… Entiendo que para sostener la verosimilitud es necesario romper con muchos tabúes. Oh, los escritores, qué tribu. Permítame esta licencia, sabe que ya me tiene en el bote de sus lectores. De sus admiradores.
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Enrique, por suerte no he echado esta carta aún al buzón. Lo que voy a contarle, por favor, no lo vaya a tener en cuenta, quizá piense que soy muy aprensivo… Es igual: se lo escribo y ya está.
No suelo entrar al bloque por la puerta de los ascensores de servicio. Ya sabe, por donde el montacargas. Quería evitar también el olor tan desagradable que hay desde hará un par de días. Huele a perros muertos. Son los cubos grandes, los de la intercomunidad. Se quedan llenitos, y con estos calores –a pesar de que ya estemos en octubre– hieden. Pero Ofelia se empeñó en que lleváramos todos los libros de autoayuda (qué carga tan grande) al trastero y tuve que pasar por allí. Me atreví a levantar las tapas. ¡No había más que dos bolsas, de las de cubo de basura gigante, hasta arriba de huesos angulosos y pelo! ¡Cabello humano! Y en el fondo el tafetán como de una gabardina. Nada más vi, porque el hedor era tan grande que me apartó de allí, como si fuera la ola de un maremoto. Tenemos que prohibirle entre todos a la peluquería del bajo E que rebose estos cubos con los maniquís y las pelucas que le sobran. Espero contar en eso con su apoyo, cuando lo denuncie al Administrador. ¡No somos el vertedero de nadie! Algún pobre animal ha quedado atrapado en el fondo y el perfume es nauseabundo. Es lamentable.
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Estimado Enrique: ¿sabe algo de los agentes que le vigilaban? Sí, tengo que decirle que eran agentes. Agentes de la policía española, quiero decir. Esta mañana han venido dos compañeros suyos, con rostro muy grave, y no han dejado de hacerme preguntas. A mí y a mi mujer. Preguntas extrañas, que dejan entrever algo muy confuso sobre usted. Ya sabe, Ofelia no se asusta de nada, pero he tenido que llevar a los agentes a mi despacho, porque la pobre no terminaba de entender, y la noté preocupada. Me preguntan por sus movimientos. Por cuándo deja y cuándo vuelve a su piso. ¡Y yo no sé nada!

Sé que me he quedado solo en este barco, Enrique. Pero, mire, me paseo por su prosa, nado muy tranquilamente entre sus párrafos y no le veo en absoluto sospechoso. No entiendo por qué lleva toda la tarde acechando en la esquina, ahí donde esperaban los dos policías del Citroën. Algo no quiere mostrar, algo lleva acurrucado en el tabardo inusitado para estas fechas. Sé que llamará dos veces al timbre, como ayer, como hace dos noches. ¿Y sabe qué le digo? Voy a abrirle. No puedo desconfiar de un vecino. De un vecino en cuyas líneas, además, me pierdo. Así que voy a abrirle. La mirilla me ha dejado ver apenas un resplandor a la altura de la solapa, pero nada temo. Termino esta carta y la dejo a buen recaudo, entre todas las cosas tranquilas, en ese mundo en orden del cajón de mi escritorio.
Suyo, félix molina
Se puede hurgar más sobre el destinatario en este interesantísimo blog de novela negra, que ya figura entre mis lecturas: