Mis relatos favoritos

‘Jaque a la reina’ (Un ciervo en la carretera) | Alberto Martínez, 2019

No importa que no sepas que la reina lo era de un trozo de país, que luego se anexionó a otro trozo y que se desperdigó por el océano. No importa que no sepas que el crimen (imagino que para los reconquistados) fue en Granada, o que don Cristóbal fue el primer crowdfunder de la Historia, con su empresa de carabelas y buscadores de fortuna. Ni siquiera importa saber cómo se mueven las piezas (las del ajedrez, digo), tal si fuéramos el Zweig intuitivo que nos robó el corazón –y la mente – con su novelita sobre el juego (o más bien sobre el jugador).

En los relatos de Alberto Martínez (1977) uno entra como en esas casas antiguas donde la puerta siempre estaba abierta. Primero es la anécdota o el personaje lo que inquieta el fondo de la habitación: esta reina, un destripador, un volátil ensayo de autócrata… Para cuando te das cuenta de que ya llevas dos o tres habitaciones recorridas, es la literatura –así, en minúsculas, como debe ser, pero en su sentido más pleno– la que ya te ha tomado, como el fantasma silente de la Casa tomada de Cortázar. Pero para la imaginación y para el disfrute de lector.

La suerte de escribir ahora –que es cuando hay que escribirla– esta reseña es que puedo compartir con el autor cada una de mis palabras. Y decirle que a ‘Jaque a la reina’ entro no como si fuera a mi propia casa, sino al palacete, aromado de ébano y orejones de albaricoque, que nunca tendré. Que allí puedo jugar, como si fuera Pedro González de Mendoza, una partida en el tablero que representa, como el mapa borgiano de Del Rigor en la Ciencia, las dudas y las presunciones del proto-imperio español, con dos voces tensas, de la cuerda del violín (o más bien de la viola da gamba), las de la reina y su medrador cardenal, acompañadas de la música del laúd o de la charla cortesana: qué acierto de este cuento el hacer de los otros personajes –los que parecen no decir algo y lo proclaman todo– los peones más gratos de cada jugada de la prosa de Alberto Martínez.

Quisiera que repararais un momento precisamente en el estilo, en su suculenta prosa, como la llama Alberto Montaner. Alberto es un autor joven pero un escritor madurado. Quiero decir con esto –me consta por lo que le llevo leído y lo que me lleva contado– que es el tipo de narrador al que no le importaría llevarse lo que queda del día (o de la noche) repujando un párrafo o afinando una página, como un avezado lutier. Esa es nuestra otra recompensa cuando leemos un cuento suyo: lo dicho no solo por contado, sino por cantado.

De modo que no importa, qué va a importar, si no sabes de la inopinada unión de los Reinos de Castilla y de Aragón, de la Reconquista, del Descubrimiento. De Isabel la reina y de Pedro el cardenal. Lo importante, como en los cuentos de Wilde, es el regusto de los alcauciles, el tañido que da paso al frufrú de las telas, la suavidad del vino, la noche que se cierne sobre las piezas y el tablero del mundo. Lo que importa es la música.

Nota cervuna:

Este relato está incluido en un volumen que es un verdadero hallazgo del género, Un ciervo en la carretera (2019), publicado por Libros.com y regalado por mi Ofelia (aquí puedes hacerte con una copia: https://libros.com/comprar/un-ciervo-en-la-carretera/), con una ocurrente y armoniosa cubierta de Agustín Ferrer Casas. Cualquiera de sus veinte cuentos es un auténtico disfrute (¡ojo a los microrrelatos!), pero este bloguero se queda con el que he reseñado y con Espérame en el cielo o con Poor Old Jack.

Las geniales ilustraciones de esta entrada lo son de una inteligencia artificial, la de craiyon.com, bajo la invocación Queen Isabella the Catholic and chess.

Es muy recomendable el blog del autor, La hoguera de los libros, sitio donde quemarse con delicia.  

Anuncio publicitario