contema dieciocho
La vida, mi vida, transcurría así. De bolsillo en bolsillo, envuelto en mi cajita transparente de plexiglás, como un detalle elaborada para mi dimensión exacta. Unas virutas de pescado o de carne, granos de frutos secos y un gajo de mandarina se agolpan en el rincón opuesto al menos aseado de mi habitáculo. De vez en cuando, mientras me desenvuelvo en la superficie, limpian la esquina con un paño desinfectante habilitado para eso.
¿Es agradable? Ya no lo sé, se lleva tanto tiempo viviendo una vida, así, estanca, que es difícil compararla a algo. Mis noches son los trechos en el bolsillo, oliendo la aleación acuñada de las monedas, cuando las hay, y su tintineo. Y los días se producen con mayor o menor profusión, dejando su estela de mesitas de café, o patios rumorosos, o mera naturaleza. Ya no existe tanto la carcajada o la imprecación. Todos tienen uno como yo, algunos incluso varios, y de la sorpresa se ha pasado a la llevanza, a digamos la moda.
Pero a veces el desplazamiento dentro del saquito de tela es placentero. Me proporciona una pulsión aproximada del corazón que late más arriba. En esas acude muchas veces el sueño, como acompasado al biorritmo propio. Cuando el pantalón descansa en la silla y hemos sido olvidados ahí, sin ser depositados junto al teléfono móvil o la pequeña pantalla de televisión, esa quietud es suciamente extraña, y tiene la misma entraña de un ataúd.
En ocasiones, un grito de niño o el canto de un canario nos distraen de esa mínima muerte de las noches en el receptáculo de tela. Hay que tener temple, aguantar, porque después ya llegan sonidos de cañería, melodías entonadas junto a cisternas, alancear de tostadoras y cazos que borbotean. Eso, eso mismo va siendo la vida para mí.
Desesperar es imposible. No faltan las virutas de comida y la bebida justa. La vida se ha reducido, casi literalmente, a su menor continente, pero transcurre. Siguen sucediéndose las primaveras. Hay veces, fuera del reducto, que puede loarse –y aun sentirse– la felicidad, rodeado de una dimensión que no deja de acongojarte y emocionarte a la vez. Pasear por el bordillo algo más elevado, con la acequia residual como un precipicio acuático a tus pies, mientras aspiras el aire que viene de la montaña es… simplemente bello. Dan ganas incluso de alcanzar la última acera y confundirte con los primeros guijarros. Escapar.
Yo te ignoraba. Sabía de alguna manera que estabas ahí, en algún otro bolsillo, lo soñaba quizá. Fue en aquella mesa absurda de cumpleaños. Alguien había dejado a otro de nosotros entre los platos de plástico y los vasos medio vacíos y a mí me dejaron justo al lado. Luego te pusieron a ti junto a nosotros. Nos veíamos desde esa distancia ridícula, delimitada por islotes de chocolate, rotundamente solos en nuestras cabinitas transparentes, mientras arriba se reían con la demostración.
Ese fue el primer día de mi soledad.