Cartas desde América, 19 | Lucia Berlin

Berkeley, California, 9:06 a. m.
–Y cuando acabe los dormitorios me gustaría, Lucia, que intentara meterle mano al despacho. Es una leonera en la que al león le gusta pasear su melena con sus amiguitas leonas. No me eche mucho caso, pero sepa que nunca he estado más en lo cierto… Los baños déjelos hoy. Puede ser penoso hasta para usted andar por ahí. Llamaré a la compañía de desatascadores o al jardinero. Qué asco–.
Lucia agradeció con una media sonrisa la deferencia y las confesiones. Adormilada, apenas reparó en qué tenía que hacer y qué no. Ella iba a hacerlo todo, como siempre. Y ya está. Bajó las escaleras con el cubo a medio llenar, tropezando con las botellas abandonadas por la moqueta, todas bañadas por el hilillo testimonial de tequila brillando en su interior mientras el sol las azotaba. En otro tiempo las hubiera rebañado, en esos tiempos en que no tenía que escribir un cuento antes de que se le cerraran los ojos. En esos tiempos. La cabeza se le nubló, mientras atravesaba el salón. Había estado también allí como invitada a una fiesta, del brazo de un tipejo que la olvidó a la mañana siguiente, sembrándole una rosa en la almohada que le atravesó toda la mejilla con sus espinas. Solo recordaba los sillones donde el licor la había derrumbado, el peso de la espalda de ese tipo, la sonrisa del anfitrión despidiéndolos en la mañana tibia. Sí: también conocía esa casa.
A media mañana, cuando acabó todas las habitaciones de la planta de abajo, miró a un lado y otro y volvió a recostarse semanas, meses, puede que años después en el mismo sillón. El resultado de su faena de limpieza le parecía un fantasma más, una presencia que se le agolpaba entre los ojos y la frente, casi asfixiándola. Sacó un cuaderno pequeño, con las pastas forradas de periódicos y anotó dos, tres líneas. Solo así podía seguir viviendo.
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Lucia Berlin (1936-2004) surgió para mí, lector de literatura norteamericana, como la escritora de unas ocho decenas de cuentos resplandecientes, que fue arrastrando a lo largo de una vida de mierda, si me permitís la sequedad. Sucede mucho en la literatura, y cada vez más: hay quien nunca llega a tener un manuscrito sobre otro en la mesa y quien tiene que fabricarse su propio almacén interior para llevarlos de un sitio a otro, en un trasiego que solo acaba con la muerte. Lucia Berlin es un buen espejo de estas escritoras ante todo, aunque su circunstancia la entretuviese con pequeños despachos en frías oficinas donde tenía que atender el teléfono de un indeseable, niños ajenos a los que tenía que cuidar o casas extrañas (o no tanto, como en la troquelación de arriba) que tenía que dejar relucientes. Todo ello nos lo cede, vertido en una de las mejores prosas de su lengua, en dos tomos traducidos como Manual para mujeres de la limpieza y Una noche en el paraíso. Historias desengañadas, pero de donde siempre surge –aunque sea bajo la tapa del váter– una persona.
Esta troquelación apareció por primera vez publicada en Masticadores, aquí: