contema diecisiete
Es agradable escucharla, cuando uno empieza a dormirse junto a la persona que ama y fluye con hilillos distintos por la ventana, hasta que las pequeñas gotas desembocan en el quicio que parece tejer el sueño. Pero entonces uno parece percibir también una voz distinta. Y otras que se van uniendo. Distintas, pero conocidas. Son las voces de los amigos de hace quince años que dicen tu nombre, recogidos en el soportal del bloque. No lo dicen ya, lo gritan más bien. Agrupándolo en sílabas. Amasándolo con tonadillas de una canción de moda. Y todos los vecinos –también la mujer que amas– pueden escucharlo. Distintamente. Tan distintamente como la lluvia.
Quizá para acallarlo, tu nombre esculpido por los cinceles destemplados de sus voces, te levantas, abandonas el pequeño paraíso y recorres –medio vestido sólo- los treinta metros hasta el soportal, atravesando un pasillo frío, como de institución, que termina con ellos agrupados, un orfeón extraño y maligno, que no te explicas. Sus caras son las mismas de entonces, pero viejas. Su sustancia capilar se ha vuelto otra, con tonos increíbles si uno piensa en el ayer. Sus bocas siguen rezumando tu nombre, como si la lluvia de hace un rato se hubiera vuelto densa y ahora fuera un vómito.
La primera conversación va mezclada con el azoramiento. Con la misma pregunta justo dentro, como una lanza, ¿lo habrán oído ellos? ¿ella? ¿el niño? Pero tus amigos de hace quince años forman una comparsa singular y en ese mismo momento, como un solo hombre, se agrupan en el silencio, para ir describiendo momentos sublimes de finales del siglo pasado. Lentamente uno lo desgrana y otro sigue el rastro, con miguitas de recuerdos que se van uniendo, como de un pulgarcito atroz, inmisericorde, que quiere seguir pulsando las cuerdas de un laúd salvaje. Sale la luna. Ya ni siquiera la lluvia amortigua la bulla. Vuelve el canto sin medida.
De pronto uno de ellos lo propone. Que te unas. Que sigas con ellos la ronda –quién sabe si los otros se unieron así. Dentro de lo imposible de la situación, te parece lo mejor para apartarlos del soportal. Y de tu vida. Susurras que tienes que escribir una nota. Decir que te unes a la ronda, para que nadie se asuste. Todos ríen, pero permiten el movimiento. Te vas dejando una amenaza discretamente apaciguada a tus espaldas.
Dentro, tu mujer y tu hijo duermen, ignorantes de todo. Hay como una calma que deja oír otra vez la lluvia, con todas sus gotas. Ellos callan aún. Coges una libreta para anotar algo, luego ya no recuerdas qué. Vuelves a tu hueco en la cama y ahora, acompasadamente, se une la respiración que más quieres con una nueva racha. Dejas el pequeño cuaderno en la mesa de noche, junto a tus gafas y al reloj despertador. Y sigues oyendo llover, casi escuchando ya una melodía que te llevará al sueño, pensando en que no, en que jamás volverán a la carga.