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Leopoldo María Panero | poeta

Corría una tarde de las del pasado siglo, donde yo era otra vez muy joven, y un hombre que no era tan viejo como después lo fue resultaba casi una miniatura de persona, bajo la pizarra, al fondo del prisma que era la grada del Aula Magna de la Facultad de Filología, Universidad de Sevilla.

Solo percibía con exactitud la voz retumbante del poeta que nos leía. Leopoldo María Panero, aquel que fuera alguna vez un muchacho con mohines y acento muy engolado en la película El desencanto de Jaime Chávarri, aquel que era el hermano mediano de una saga de literatos que no se sabía bien cómo empezaba, si con el padre (Leopoldo, un poeta oficial, que figuraba incluso en mi libro de Literatura Española de Secundaria), con sus otros hermanos (Juan Luis y Michi) o con la propia madre (Felicidad), que ha venido a ser a las tantas –junto al que leía aquella tarde– uno de mis intereses más ciertos de la literatura española.

Leopoldo María, el poeta, disfrazado aquella tarde de conferenciante por exigencias del guión del Aula de Poesía que unos compañeros montaron para disfrute de todas y todos, había dispuesto que en vez de agua le pusieran para refrescarse unos packs de latas de cocacola. Toda la tarde consistió para mí en el deslumbramiento de escuchar, quizá por vez primera, a la poesía en su más puro estado mezclada con los eructos y las efusiones del refresco. De repente el folletito que me habían dado a la entrada, seis o siete folios grapados con una cubierta de cartulina celestona y una vaga ilustración, cobró todo el sentido del mundo (literalmente) para mí. No sé cuántas veces he podido leerlo desde aquella tarde.

J. A. Rimbaud visto por Forain

De esta forma, velada por lo gaseoso, tuve acceso a una de las expresiones poéticas más iluminadoras que he conocido. Por entonces la vida –que para mí era la poesía– me había puesto por delante a Rimbaud, de quien había aprendido ese florecer exuberante –sin otra sombra ajena a lo poético (a la vida)– de alguien que decía poseer la clave de este desfile salvaje que cada mañana se presenta ante nuestros ojos. Para mí fueron dos haces de luz, emitidos uno desde los caminos y las montañas de Centroeuropa, donde Rimbaud se iba dejando las suelas, y otro desde un manicomio norteño, que Leopoldo María Panero iba tapizando de lumbre de la palabra, de verdad hecha expresión solitaria –como otro genial tapicero: Pe Cas Cor–. De soledumbre.

‘Parade’, manuscrito por Rimbaud

La poesía de L. M. Panero arranca, como la de Rimbaud, de un desarreglo de los sentidos y, como intuye y expresa muy bien Túa Blesa en su antológica introducción de Visor, de un intento continuo, casi desesperado, por renovarse, por alcanzar lo más vacío para volver a llenarlo:

Hay que conquistar la desesperación

más intransigente

para llegar a las formas más duras y más vacías

para construir nuestro castillo

(‘El canto del llanero solitario’)

Pero si algo me llamó la atención de la lucidez de su poesía de manicomio es que nunca te excluye, sino que te necesita. La expresión de este Panero iluminador arranca de los detritus de la lengua y la cultura. Quiero decir de la nuestra, de la de nuestros días, más que de la de nuestros lares: sus poemas incluyen textos propios en inglés, francés o latín, pero pasados por la túrmix de sus ojos de loco de ahora mismo. O de lúcido. Por eso me sentí en un palacio conocido, menos marmóreo que el de Rimbaud, cuando empecé a leer los versos de Leopoldo María. Nombraba con los objetos y las sombras con los que nosotros podemos nombrar el universo. Él mismo en el poema ‘Mancha azul sobre papel’ nos hace esa invitación:

Leí mucho y no recuerdo nada. Y en la

habitación del fondo mi madre

 se pudre, es un pez. El

palacio de la locura está

lleno de animales

                               verdes con

 motas anaranjadas como ácidos y

 cubierto de polvo: entra,

ven.

El resultado es una poesía que se entrega, escrita en el cuarto cerrado de quien ha sido separado del mundo porque no pensaba ni sentía como el mundo, pero que ha llegado a expresarlo, a domesticarlo, como esos deslumbrados que dibujan un paisaje en una nuez, cifrando en ello toda la belleza y la certidumbre de la existencia:

Habito a los pies de los hombres

de los cuerpos que se mezclan en la sombra

y les pongo el poema como una rana en la mano

una rana que croa contra el hombre

(‘Plagiando a Pound’)

Nota iluminada:

El desencanto de Jaime Chávarri (de donde está tomado el fotograma de arriba) es una de las películas sobre la cultura más interesantes que he visto en mi vida. Su visionado puede sustituir perfectamente a un manual de literatura sobre el momento, y con más matices. Aquí un extracto:

Amo esta edición de Cervantes Virtual de las Iluminaciones rimbaudianas. Con el morbo de una editora católica y las hormigas incesantes de la letra de Rimbaud:

Las iluminaciones, en Cervantes Virtual

De lo último que leí en vida de L. M. Panero es esta entrevista de Carlos H. Vázquez en la imprescindible Jotdown:

Una de las últimas entrevistas a L. M. Panero 

Recomiendo con todo mi empeño los cuentos de Felicidad Blanc, la madre del poeta y otra escritora genial aún casi por descubrir, reunidos por Espuela de Plata en La ventana sobre el jardín.

La poesía de Leopoldo María Panero puede leerse, además de en el folleto que me entregaron aquella tarde (al que acudo siempre que puedo), en dos completísimos tomos de Visor, con la introducción de Túa Blesa.

Este poema de Los malditos poetas recoge con vaguedad prosaica la tarde en que descubrí la poesía de L. M. Panero:

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