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El príncipe feliz | Oscar Wilde, 1888

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Ahora que las estatuas nos escuchan, ahora que el invierno ya deja de ser una amenaza y sobre la pátina del mármol hay como una caricia leve del sol tibio, ahora que la verdina y el musgo parecen dejar paso a un destello crepuscular, voy a hablaros de un cuento que me habló de la vida bajo su simulacro. Wilde (1854-1900), el esteta, el ilusionista de las palabras –búcaros de flores, esmeraldas, rubíes, desamparados en la traducción de su hermoso inglés– lo escribió probablemente una tarde en que su ardua y poco provechosa vida social lo dejó varado, en las orillas de una soledad fecunda y muy amiga nuestra, de sus lectores. Y no halló otra cosa que aparejarse con una estatua, un pájaro becqueriano de ida y vuelta y un como anhelo de felicidad en lo moral, en lo ciegamente –nunca mejor dicho– entregado a los demás.

En medio de la selva de belleza que creó el inmenso Oscar en vida hay espacio –me dijo siempre este cuento– para un asidero ético, como confesara el mismísimo John Keats, otro maravilloso esteta, en sus cartas, prefiriendo la sanación de un solo pecho ajeno y enfermo a cambio de todos sus versos.

Una golondrina tardía (o temprana, según se mire) hace de inopinada mensajería, en este cuentito, para la alegría de otros. La metáfora se hace amiga del abrazo, y los dos de la vida. La de verdad.

No hay cuentos para niños. Todos los cuentos son para niños. He releído éste cuando montaban, como en otros tantos puntos de nuestra Europa, un simulacro de tienda-hospital, un remedo de las que sirven para desinfectar de la muerte a centenares, miles de africanos (y algunos excelentes europeos, o americanos, o asiáticos…), en un continente que también debe ser nuestro –pero no al estilo del siglo XIX o el XX, sino al del XXI y el XXII, si llega–, propio; nunca ajeno.

No hay príncipes felices ni estatuas colmadas de brillantes en nuestro siglo, pero veces hay que el monumento de la desgracia ajena nos puede hacer cómodas golondrinas de un verano posible para otros. A la salida del recorrido explicativo, tras las vaharadas del cloro salvador y el plástico brillante –cual metáfora wildeana– nuestro hijo se hizo socio de Médicos sin Fronteras, y un euro escaso de su paga semanal permitirá obrar la magia de dos, casi tres trajes de personas (nunca mejor dicho), independientes de su nacionalidad o su gobierno, que se turnarán en Liberia o Sierra Leona para intentar salvar a un hombre, puede que a una mujer, quizá a otro niño, del desastre definitivo.

 

 

No hay dramas, ni tragedias, para mayores. Todos los dramas, o las tragedias, tienen que ser, antes que nada, para los que llevarán a lo que quede de humanidad, en las mejores condiciones, al próximo siglo. O eso me ha enseñado hoy un niño-golondrina, a los pies de la estatua del sufrimiento humano.

Gracias, Wilde. Gracias, MSF. Gracias –sobre todo–, Humberto, doce años.

6001Nota propicia: El príncipe feliz, casi siempre junto con otros cuentos igualmente bellos de Oscar Wilde, puede leerse en colecciones como la de una biblioteca virtual de dominio público, en Feedbooks:

 

http://es.feedbooks.com/book/6001/el-pr%C3%ADncipe-feliz-y-otros-cuentos

 

Merece la pena dejarse embriagar por la prosa poética de Wilde y echar un vistazo al original, en:

 

http://www.gutenberg.org/dirs/etext97/hpaot10h.htm

 

libro_1362445476Son innumerables, por otra parte, la ediciones más o menos didácticas de este cuento (de por sí didáctico), como la de Anaya, fácil y económicamente encontrables.
Son infinitas también las animaciones, en inglés y en español, que encontramos en la red:

 

 

 

La tienda-hospital de Médicos sin Fronteras se puede visitar, al menos virtualmente en:

 

http://www.stopebola.es/

 

 Este cuento no es sino la base, un tanto oculta, del contema estatua.

 

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