Varios autores | Varias de sus tertulias

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Parece casi inevitable que el cónclave acabe en cenáculo (o al revés), pero no es necesario que desemboque en academia. Esa parece ser la máxima de todo tertuliano y ejemplos no nos faltan en la literatura de esta coexistencia, casi simbiótica, de personajes –supongo que también personas– que se agrupan en torno a una excusa central: la palabra. No todos los literatos son J. D. Salinger, Raymond Carver, Emily Dickinson o Giacomo Leopardi, conocidas proas de muy celebrada soledad; una curiosa mayoría prefiere alternar el marfil de sus torres creativas con una más o menos báquica extensión de su discurso literario, derramado entre posos de café y culillos de absenta.

No lo atribuyamos a una prodigalidad del clima: más al norte, Dickens nos cedió con su Papeles póstumos del Club Pickwick una pintura ambulante de seres tan extravagantes como pedantes y en Oxford, con los Inklings , se bandeó una buena parte de la literatura fantástica que más se consume hoy en día, con tertulianos como C. S. Lewis (sí, el de las Crónicas de Narnia) y J. R. R. Tolkien, antes de que acabase siendo autor de los segundos anillos más famosos de la cultura contemporánea –los primeros quiero atribuírselos a los Nibelungos de Wagner.

En el París impresionista estos entusiastas del simposio se agruparon en torno al Hada Verde y su alcohólico trono, que bañó de absenta muchos versos simbolistas y parnasianos –luego regurgitaron, por fortuna, alegre y genialmente, en la mejor prosa poética de Baudelaire, Verlaine o Rimbaud.

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En España sí que fueron, históricamente, más cafeteras las tertulias y aparte de los desoladores frescos de Cela, con sus mesas veteadas del mármol más sepulturero, el regeneracionismo de Giner de los Ríos –que contaba con la tertulia casi como con un método filosófico– devino en una miríada de “cafés con tertulia” donde prácticamente vino a conocerse media intelectualidad hispana: Valle-Inclán, Falla, Lorca, Marañón, Machado, Gómez de la Serna, Solana y la constelación de artísticas estrellas (y sus satélites) que hoy conforman la mitad de las bibliotecas y museos del país.  De su trasegar por este ocio entreverado de solemne o festivo discernimiento (según la parroquia de cada cual) nos han llegado hasta cuadros de oscura y prodigiosa ejecución, como ese que todos imaginamos del propio Solana (encabeza -troquelado- esta entrada), donde los ejecutantes de la charla figuran cual intérpretes de una imaginada orquesta, casi sinfónica en su seriedad: vestidos de negro, encorbatados y rodeados del suficiente aguardiente y café –tal el que parece teñir la pintura– como para sustentar la velada atrapada por el tiempo del pincel. Observadores y elocuentes y, por una vez y para siempre, observados y tácitos.

Su temporalidad, como grupo (in)estable, es indefinida: algunos contaron incluso con su propia crónica (por ejemplo la Historia de una tertulia, escrita por Antonio Díaz-Cañabate, un habitual, en la mitad del siglo pasado); otras veces su gloria se reduce a una noche y a la efusión del momento –sabemos que lírica y conmemorativa, pero también diurética, con ese fluir amarillo y mitológico de los muros de la Real Academia tiñendo siempre nuestro recuerdo sepia del Ateneo de Sevilla, en el acto fundacional de la Generación del 27. Los hubo más propensos al rebaño; de otros –como Cernuda, por hablar de ese grupo irrepetible de desavenidos que fue la Generación– sabemos que les fueron más propicios el silencio y la quietud, y que en el diálogo con la infancia y el recuerdo hallaron acaso su mejor y más íntima tertulia.

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Hablar hoy del futuro de la tertulia puede ser como referirse al pasado de los vuelos a Marte o a cualquier otro planeta que resulte agraciado con nuestro descubrimiento de algún tipo de vida. Extemporánea o no, quizá sí sea tiempo de refrescar las horas frente al monitor, propiciando una vida cultural más próxima a nuestro pulso diario y no exclusivamente cibernética o pasada por la batidora de las redes sociales, queramos acompañarla –o no– de café, copa y puro.

Nota de parcialidad: Esta entrada reproduce, parcialmente, el artículo inserto en el número 3 de la Revista Umbrales.

Revista Umbrales nº3.pdf