Tierra de libros
Tesoro de la lengua castellana o española | Sebastián de Covarrubias Orozco, pub. en Madrid, 1611
Las palabras, aparte de cargarlas el diablo -como las armas- las carga el uso o el abuso que de ellas se haga. Ahora que comienza el curso (no sabemos bien de qué, pero comienza), podemos ser alfabéticos, con uno de los lexicógrafos que hizo de su diccionario un libro no de consulta sino de lectura. Encerradas en un tomo, encuadernadas, las palabras son mansas, y permiten deslizarnos sobre ellas y sobre la costra de tiempo que ha ido depositándose en sus lomos gastados. Luego vendrá quien, alzándose sobre todos, hable en nombre del resto y quiera bautizar el desastre con la tranquilidad, la ruina con el orden exacto e impuesto, la muerte con la vida, y hable entonces de campos de trabajo cuando lo que se trabaja en ellos es el fin y de refugiados (para que no nos vayamos tan lejos) cuando de lo que se huye es de la miseria más atroz y el asesinato diario. De lo que no queremos ver.
En el siglo XVI español (que es como decir “mundial” en esas calendas), tamaño también en política y en abuso, Sebastián de Covarrubias, capellán de uno de esos hombres que heredan el poder como se adquiere en el resto de los mortales la enfermedad, se dedicó a recopilar las palabras, según el uso de la época (y su entendimiento). Su visión es la del erudito, pero también la del escritor, la del que se recrea en el vocablo y teje una historia, como la del elefante, letra E, que compila en casi un volumen de páginas la suerte histórica del animal; o la del cuerno, letra C, que extraído del rinoceronte (al que no dedica más de dos líneas, por cierto) se convirtió en una más de las ostentaciones del poderoso.
Sorprende en un autor que de la erudición lexicográfica pase a la fabulación histórica, al acopio de rumores que pendían sobre cada término –en un estilo casi precursor de nuestras entradas de blog, que divagan sobre todo lo humano y lo divino. Pero es que entonces no existía la Academia. Covarrubias solo tenía que ponerse, por tanto, de acuerdo consigo mismo y con los clásicos para dejar correr gozosos ríos de tinta tras cada voz de su predilección.
La ambición por enumerar las palabras más o menos usuales de nuestro existir es casi tan antigua como el lenguaje y la humanidad. Casi de la misma antigüedad es, por desgracia, el empeño de esconder con ellas la real realidad, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa (lo que pasa en la calle, en lenguaje poético, que dirían A. Machado-J. de Mairena): esa canallada, en fin, que consiste en decir que un hombre o una mujer no tienen papeles cuando lo que se quiere significar es que, siendo de nuestra misma familia, genero, especie, no tienen vida, tranquilo y necesario desarrollo, futuro simplemente, tan solo por haber tenido el accidente de nacer acaso en la parte equivocada, más bien peligrosa, de la Tierra.