y contema veintinueve
Para que mi piel y mis ropas se asimilen al oro, tengo que cruzar, cada mañana, dos puentes de la ciudad. Llevo el betún, la purpurina o el tinte (según donde lo aplique) que me hacen por completo dorado. Y luego, apenas el basamento, un cajón de madera pintado, la saca para las monedas que pudieran ir cayendo… Y mi soledad y mi quietud, que son las que definitivamente me hacen estatua.
Al principio solía buscar esquinas distintas, una por cada postura. Luego permanecí en la misma, pues las estatuas no cambian de posición, y en todo yo quería ser una de ellas: tan grande como mi desazón era mi perfeccionismo. Así que me ubicaba y era su inmovilidad, plena y luciente, por minutos, por horas, por jornadas del día…
Esto lleva, como todo, su conciencia y, una vez alcanzada, la constancia de permanecer, indiferente a multitudes que se agolpan, a presurosos que apenas dedican un gesto, ya no una moneda, a niños que se sacuden su inquietud por el sosiego que les demuestras. En las primeras horas, la atención es mayor; después todo se sucede y el único que no sufre alteración, al menos evidente, eres tú.
Reposas, pero es ya un descanso que no te colma, porque sigues ansiando la pausa fingida de ser que es tu estatua. Así que en estos días, si el viandante apresurado o el niño de ojos de plato no te advierte en tu faz y apariencia de hombre es porque casi no la frecuentas. Ya perduras en la encarnación del metal, que te hace liviano sobre todos.
Ahora que la noche ha caído no sientes, como otras veces, ganas de retornar a tu ropaje humano. Y continúas siendo –ya para nadie–, enhiesta y en apariencia inútil, tu estatua. Sólo se aproximan solitarios, borrachos, desalentados de la vida que tanto te fatiga, entre eternos momentos que te hacen desear su compañía instantánea y sorprendida. Sólo reparan en mirarte, despojados de ellos mismos, sin juicio ni desdén. Y eso te agrada.
A las noches les siguen días enteros en que ya no se advierten por tu parte las diferencias del gentío, que como una sombra multicolor se cierne sobre tu rostro, donde el sudor ya no brota como antes, hecho a tu paz. No sientes la necesidad fisiológica de abandonar y eso te extraña pero no te alarma. Tu corazón, o aquello que te impulsa, late tan lento que ni siquiera los escasos paseantes de una noche cualquiera podrían escucharlo si apoyaran sus cabezas contra tu pecho de oro.
Pasan también los meses, las estaciones. Los mismos parroquianos de la calle cambian sus atuendos, y después los visten sus hijos, quizá sus nietos. Ya eres, junto a las piedras y el vidrio, el único retén de esa esquina. El viento te azota pero no acierta a desprender la coraza de color, que ya es una con tu deseo. Los ciudadanos ya no concurren en el paraje, que es sólo del sol y de la lluvia, y esta soledad, ya tuya por completo, se te va agolpando, mezclada con los edificios que se derrumban, con la nostalgia de aquel hombre que se vestía de oro.