Archipiélago | Una isla para cada autor

—La lluvia es distinta desde esta ventana—dijo—. Es como si estuviera lloviendo en otro pueblo.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ – FLORENTINO ARIZA – AURELIANO BUENDÍA

En esta isla se ha permitido que el autor conviva con sus personajes, aunque no estén muertos, quizá porque el autor ya les dio categoría de islas de la literatura en su vida terrena, y porque pueblan como un auténtico archipiélago la cabeza de cualquier lector que auspició su conocimiento.

El autor vive bajo un terrazo como de uralita transparente, alimentado casi por los puros habanos y varios tipos de salsas, no quiere más; los personajes si son hombres llevan guayaberas florales –algunas con restos de sangre, otras de café– y si son mujeres vestidos blancos de volantes y orquídeas rojas en el pelo.

Varias veces ha tenido que frenar El Coronel (así lo motejan los personajes) la insurrección de doscientos soldados que, apostados en algún recoveco de la isla, ametrallan a nobles, a niñitos y a prostitutas, para beberse después su sangre en cualquier parterre. Otras, su vida isleña es más sencilla, y simplemente tiene que presenciar la ascensión de las vírgenes nativas o la irrupción de la selva, mojada y verdinosa, en los pueblos y en las aldeas.

No le debe gustar que, a escasos metros de su chamizo de uralita, Florentino Ariza, perfectamente vestido a la europea (será el único que no lleve guayabera), le dé la espalda. Por eso es que se acerca con sigilo a su sombra, le roza el hombro melancólico y, de un repente misterioso, su simulacro de cuerpo se disuelve, y Florentino es primero polvo enamorado de Fermina Daza y después un millón de mariposas amarillas que dibujan en el cielo azulón de la isla el nombre de la amada.

En cuanto al Coronel  –al verdadero Coronel, es decir, al personaje–, no deja de jugar con el autor una eterna partida de algo (ajedrez, damas, dominó, según la humedad o el aburrimiento). Aureliano Buendía levanta la mirada del tablero y, entre las lamas de plástico, descubre un remero en pie sobre una barcaza, flequillo al aire, mirada al frente.

–Fíjese, Coronel, ¿pues no es el lámpara de Vargas Llosa ese que rema?

Gabo resuelve la jugada y mira al lado, casi sorprendido.

–Ese autor no está muerto, Aureliano. Eso tiene que ser una fantasmagoría, una reverberación de las aguas…

Aureliano mueve sin ganas la ficha y frunce la mirada. Es como si estuviera pronunciando un pensamiento.

–¿Y qué querrá?