El jugador | Fiódor Dostoyevski

Desde hace un mes y pico, vengo publicando en Masticadores.com, todos los miércoles (como si fuera una columna periodística), un poema alusivo a hitos de las novelas que he leído. Es una idea que me inspiró la lectura de un trabajo de tesis sobre La montaña mágica del admirado @Mazarbul1, compañero de X (el antiguo Twitter). Pensé (o sentí) que, como en su ensayo, la novela trasciende el contexto de su escritura y teje unos hilos que nos conectan con otros ámbitos, como sucede de continuo en la poesía. Lo discursivo no está libre de que, a veces, su suceso pueda ser interpretado como / con un verso, o unos cuantos. De ahí este artefacto, por el que de momento han pasado Miguel de Cervantes, Ernesto Sabato, Ray Bradbury, James Joyce o Patricia Highsmith. Restan más de una treintena, como Virginia Woolf, Herman Melville, Thomas Mann, Knut Hamsun, Natsume Sōseki o Rosa Chacel. Os dejo, como muestra, con Fiódor y su ruleta.

Este poema no es sobre El jugador,
sobre Polina y sus labios de fresa marchitándose,
sobre los ramos de flores que nunca oliera Blanche,
sobre la bola que hace de la ruleta
un Versalles de mesa sin soles y sin lunas,
entre las horas abonadas al rojo o al negro
o a los días y a las noches de pares e impares,
al fluir de los táleros, los rublos, los florines
de nobles sin más pasión que el juego
de no vivir.

Este poema abarca
las veintiséis jornadas en que
Dostoyevski,
ya fuera con batín,
con abrigo o con chaqueta de paño,
dictaba la novela
a Anna Grigórievna,
primero mecanógrafa
y algo después esposa.
Al final los dos se acostumbraron:
el uno al otro y los dos
a mirar por la ventana
las calles sinuosas, golpeadas por el viento,
mecidas por las primeras nieves,
y a ver ahí el rostro sereno pese a todo de Alexei
susurrándoles algo que no entienden.

© félix molina, La prosa en verso, 2023