Calendario fm|al 2020

Ángel González | septiembre, su voz

Culmina esta serie de tres (no buscada: es la pereza o el desavío lo que la ha ordenado así) del Calendario fm|al 2020 con otra de las voces que son esencia de la mitad y el fin del siglo XX en la literatura española: Ángel González. Es difícil cualquier clasificación de su poesía. Si uno lee Áspero mundo (el accésit del Premio Adonais de 1955) se encuentra ya con el hombre y el poeta que perviven en el último verso de Nada grave (ese vibrante La muerte es la mejor prestidigitadora, por ejemplo), que aparece póstumo en Visor (2008). También encontrará a ambos en Muestra corregida y aumentada de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan (1976) o en Otoño y otras luces (Tusquets, 2001).

El gran tema de la poesía de Ángel González es Ángel González, sin que ello implique la fatuidad de la propia persona. Más bien esa persona suya somos todos nosotros, sus lectores, a los que arroja al pozo de sus propias búsquedas, en medio del mundo y sus cárceles (la soledad, la vejez, la desesperanza) y desahogos varios (algo de amor, los hallazgos, cierta música: aquí expresa ante la de Bartok un miedo semejante al que yo y otros tantos niños experimentamos con aquella sintonía de Bernaola para el programa La Clave del gran Balbín).

Cansado de decir para decir poco, prefiero que sea este poema de Un incierto sentido (en progreso), nacido de sus palabras y crecido como la enredadera se aferra al vástago de metal o de madera, el que continúe diciendo. En el poema ejemplar al que este quiere enredarse, Ángel González hablaba del último suspiro de los muertos. Para lo que yo pueda decir, si es que algo digo, Ángel –ese que se llamaba luz, o fuego, o vida– ha sido más bien el primer suspiro de los vivos.

Para que yo te llame Ángel González
han sido necesarias muchas nubes,
nubes de todo cielo, vagando
por el aire incierto de las cosas,
de las ciudades y los campos,
atravesando el plomo de los años,
la urdimbre cementera
de las chozas, los pisos,
el agua de canal, vendida
a nuestra sed.

Y en todo ese trasiego andaba
el verso, aquel primero y puro,
azul de tan profano
al hombre y sus mil hambres,
aquel que voz pedía
para dejar al menos
la lumbre de su hoz,
nubes también de versos sucediéndose,
su semilla también.
La otra semilla.

Y ahora te llamo: Ángel…
y tú te vas llegando con las palabras tuyas
de la hacienda interior, del labrado
tranquilo del sentimiento,
del sembrado voraz
que despega en los labios
–como un cierzo domado,
casi un oral de brisa–
este primer suspiro de los vivos:                                                                        Para que yo me llame Ángel González…

Nota antológica:

Para quien quiera rendirle el mejor homenaje y seguir indagando en esta poesía, es muy útil (y emocionante, diría) la que apareció hará unos cuatro años, orientada por una que preparó el propio poeta.
Lectura accesible, barata, hermosa… Sin clichés y sin lamentaciones. De esa que te acompaña ya toda la vida. Poesía popular porque nace y muere –para vivir– en el pueblo.

 

 

 

© Del poema, félix molina, Un incierto sentido (en preparación)