Memorial de obras inacabadas

Esta sección se recrea en la contemplación de obras artísticas y literarias de todo tipo, sin evitar posibles o improbables culminaciones…

 

 

Décima Sinfonía | Gustav Mahler, fragmentos de una sinfonía, 1911

En 1911, fragmentos de esta Sinfonía, cada uno con una vida distinta, con una voz que –como todo en Mahler–  susurraba o negaba, vagaban por la cabeza, quizá por entre el músculo enfermo del corazón del músico. Era como un fuego secreto que se hubiese declarado, y el compositor buscaba acaso apagarlo con la composición. Nos deja los retazos, las ramas del bosque del más bello canto a la agonía que se haya compuesto.

Ante lo oscuro del trance que tiene que acometer, agotadas todas las escalas que lo conducen al acabamiento (muerte de los que amaba, ruina de los tratamientos, separación de Alma…), Gustav parece como sentado a bordo de una de las muchas cubiertas de su vida viajera, estambre viejo y blanco sutilmente derramado, como olvidado sobre una tumbona ajada desde la que contempla aparentemente las olas, la estela rimada del vapor arañando el aceitoso Atlántico, mientras deja atrás las siluetas del Nuevo Mundo. Y es que en realidad lo que vislumbra –y así lo bosqueja en su cerebro, fragmento por fragmento, pieza por pieza, como el demiurgo clandestino de una nueva humanidad– es el arrastrarse de un mundo antiguo, donde todo perece. Un  universo de orquestinas, de sombreros y cascos emplumados, de ensenadas bañadas por la blancura de los balnearios y tardes que crepusculan en lentos paseos o alcobas floreadas, entre los vitrales. Algo de eso, si no todo, se está muriendo mientras Gustav, mentalmente, lo compone aquí:

 

Y algo también amanece, apenas se deje entrever todavía (como el rostro del músico en el busto de Rodin) entre las lascas menudas del atonalismo, esas que se dibujan sobre las agallas abiertas del océano que va rasgando la proa: lo incierto, lo por venir es un sol aún menudo que al compositor, en su apagamiento, le obliga dulcemente a ladear el sombrero, a acomodarse aún más en la silenciosa y cómplice hamaca mientras entorna los ojos –la limpia llama de los ojos apaciguándose tras los cristales sucios. Y sonríe.

Es el futuro, su música, ya, ahí mismo, como un dios alado, viscontiano (sin que Visconti sea más que un niño de cuatro años en aquel 1911 de la agonía), una divinidad que emergiese de las aguas y señalase, con el solo dedo de lo que tiene que venir, el azul infinito, próximo, ceñido sobre el puro transcurrir de las cosas.

Nota renacida:
Existen múltiples reseñas, más o menos técnicas, sobre esta composición, fruto de al menos una decena de revisiones o reconstrucciones. Este artículo de Melómano detalla tanto el ambiente como la relación de los reconstructores que encontraron una golosina en los manuscritos de Mahler:

 

Sinfonía nº 10 de Gustav Mahler, Melómano nº 93, por Luis Mª Fernández Martín

 

Un sensible bloguero le dedica también esta reseña, con una foto impactante que habla de la actualidad de este agónico compositor, pura declaración de amor de la calle a Gustav Mahler:

 

Cuestión de sensibilidad

 

 

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