contema treinta y cuatro

My beautiful picture

De los naturales no voy a hablar, prefiero centrarme en los que, foráneos, se convirtieron en paisanos.

Los capturaba mediante prospectos. O a través de los relatos emocionados de viajeros que yo nunca habría escogido como víctimas.

Ingresaban en mis calles, templados, exploradores, y acababan avejentados, desquiciados por el veneno de mi agonía.

Pondré algunos ejemplos.

Un joven me frecuentó desde sus dieciséis años. Llegó primero solo, petulante. Lo flanqueaban un aire de tristeza y otro de desorden. En algunos meses me abandonó con una de mis nativas, pero después siempre llegaba –con el solsticio– su vuelta, enardecido por un amor ya maduro y como distante que me profesaba. Era mera apostura, pues se perdía aún más en el dédalo de mis calles. Dilataba sus horas en el centro mismo de mis jardines. Su adoración se hacía vaharada de desolación en las despedidas. Ya enterrada en su país mi nativa, no dudó ni una semana en malvenderlo todo para mendigar, oscuro y definitivamente solo, por mis calles. Hasta su muerte.

Un ciego hizo de su escondida retina un lago donde se bañaba a todas horas en mi memoria, como en un oscuro corazón enlatado. Se perdía, a sabiendas y a bebiendas, por mis rincones, menudeando –en su loca desazón– hasta mis orines. Arreciaba cuando mis aromas lo tenían vagando de un parque a otro y, en su cansancio, vegetaba en los bancos simulando uno de mis macizos de rosas o la dispersión violácea de las jacarandas. A veces –sin él pedirlas– la gente le depositaba monedas en la mano, tal era su desastre. El corazón, siempre bien sumergido en el pozo de mi belleza, se le paró sin más, mientras le parecía vislumbrar el campaneo de mi más alta torre.

Tú llegaste como fuera de mi ensalmo, atraído por los negocios y sus vituallas. Solo algunas miradas furtivas a mis espadañas, el detenimiento en una calle, el desahogo en las avenidas delataban mi encanto. Tardaste en ceder, y bien que me alternabas con los techos nevados del norte o las acacias rodeando los caseríos del sur, pero alguien –¿ya no lo recuerdas?– te hizo la invitación definitiva.

Ahora prolongas tus pasos por el vientre herrumbroso y sombrío de mi catedral. Ahora has perdido también, desde hace más de una hora de calor húmedo y eléctrico, tu vuelo. Ahora decides atravesar la plaza, céntrica y lunar, y, sí, ya estás ahí, final, absorto, yaciente ya y tendido hacia tu última luz, que se complica entre los arabescos de mis farolas.

 

(c) félix molina, del texto, y humberto, de la ilustración, 2016

 

Nota: Es el contema cuatro de la segunda serie.