Mis relatos favoritos

 

Bartleby, el escribiente | Herman Melville, 1853

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Porque con este cuento de Melville, el filósofo de la ballena, el primer contador del desencanto, la tristeza toma eso: cuerpo. Y se encarna en un ente desgarbado, aceitoso, simbólico hasta la extenuación, un Bartleby que quiere dejar en este mundo –si es que ello le importa- una estela escamosa de palabras, cifra de su rendición. O de su victoria.

Sócrates pretendía extraer la ciencia de la secuencia de dos personas hablando. Melville, a través de su Bartleby, directamente NO quiere (o preferiría no hacerlo, I would prefer not to), porque su conocimiento debe más al silencio, a la contemplación (acaso como en el zen) que al tráfago contemporáneo (en esa contemporaneidad del cuento, en que emergían las primeras firmas, en que tal vez se cernían, rumbosamente bosquejados, los primeros derrotados de la Bolsa).

Bartleby, directamente, ya supo. Conoció la tristeza en su extensión amarillenta de cartas que no llegan a su destino, se topó con la ballena de la melancolía en forma de pasillos de oficina, que se tragan al hombre o la mujer para escupir después el hueso de su mortandad, de su finitud, de su trasiego.

¿Quién no ha sido, alguna vez –o todas– Bartleby? ¿Quién no escribe una carta?, como versificaba Vallejo en su «Altura y pelos», con su dolor de bolsillo, y luego toda la eternidad viene a demostrarle el silencio, el gran, enorme silencio que aguarda después de nuestras palabras. Para qué, entonces, emitirlas, se dijo Bartleby en el sumidero de su desazón.

Me gustó siempre este cuento –eso me figuro yo cada vez que lo leo, que es un cuento, para no morirme de puro desasosiego– porque alarga una mano de dedos escuálidos, lánguidos, entre Kafka y Borges. Los tres “compañeros” (¿alguien puede acompañar alguna vez a Bartleby, alguien prefiere acompañarlo?) del melancólico escribiente lo son del absurdo kafkiano, que es un modo ya habitual de nuestra respiración cotidiana –miren a un lado de su oficina y, sí, ahí encontrarán a uno o varios discípulos de lo imaginado hace un siglo por el querido tomador de seguros de Praga. Y luego Borges se encargó de darle en español un repasito por lo fantástico –también la negación y la tristeza pueden ser fantásticas, promulgar el infinito y el universo, la ruina total de la Humanidad con su desolación individual, con la minúscula extinción de un solo escribano.

Yo sé que ver y oír a un triste enfada / cuando se viene y va de la alegría, pero eso es lo que puede esperarse de la lectura de este retén de la hipocondría. Y pensar acaso, mirando a lo lejos, que bien vale la pena proveerse de una buena mochila de pensamientos alegres (aunque procedan del dolor, como decía y hasta cantaba el querido Beethoven) para cuando nos llegue la hora de mirar, sin tiempo y sin fin, con los ojos vidriosos, por la única ventana encendida de algún edificio resuelto en sombras. Y entonces, quizá, todo NO será.

 

39313627Nota práctica: Siempre contaré con la compañía delicada para cualquier lector del tomito que Siruela trajo a mis manos –cartulina Torreón verjurada, rugosamente gris, como la piel que imaginaba de un elefante- en mis apenas quince años. Con el aroma inconfundible de Borges, uno puede perderse (con cuidadito, no nos vaya a pasar lo del escribiente) en su Biblioteca de Babel, donde son todos los que están –y no están todos los que son por mera falta de espacio.
Aparte este coleccionismo, existen muchas y muy buenas versiones del cuento –con el usual acompañamiento de Benito Cereno y Billy Budd, otros dos navegantes del arruinamiento- en ediciones fáciles de encontrar y ya baratas en las ferias del libro viejo (o barato), por ejemplo las de Austral o Cátedra – Letras Universales.
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Me llama la atención cómo la obrita se adapta al gusto corriente, y los editores no dudan en rebautizarla tomando como título la elegante coletilla de Bartleby, como en la edición bilingüe de la imagen, que además se pretende una historia de Wall Street –imagino que el oficinista sería un ente marginal en esa calle hoy; acaso si lo suyo (la reflexión, la piadosa pasividad) fuera una tendencia allí el mundo sería bien otro…
Por cierto, sí, tanto dentro como amanuense son dos contemas donde dormitaba el espíritu del inmenso Bartleby.